Dulces acordes de un piano solitario se difunden en el ambiente.
Tenue luz que hace el ambiente íntimo y cálido.
Todo en orden a mi alrededor. Sentado estoy en el sofá, me acompaña un libro. Lía y Leo acurrucados a mis pies.
Dejo de leer y me centro en la melodía. Suspiro profundo.
Me quito los lentes mientras me recuesto.
Me siento cansado, aunque satisfecho. Algún que otro dolor por aquí y por allá, los años no pasan en balde (decía mi madre).
Mi madre. La recuerdo y se dibuja espontánea una sonrisa. Hace un año y medio que falta. Arrastro el dolor de no haber podido estar con ella en las últimas horas de su vida. Acariciar su frente, besarla. Recostarme a su lado y susurrarle palabras al oído. Expresiones de afecto, de amor, de nobles sentimientos; de agradecimiento por todo lo que hizo por mí, por nosotros. En pocas ocasiones me viene a visitar en sueños y la veo feliz, contenta. Eso sosiega mi alma. La verdad es que son pocos los recuerdos que tengo de ella sonriente, serena, o riendo a carcajada libre. Tenía una hermosa sonrisa y una sonora carcajada que contagiaba. La depresión fue su tormento por luengos años, hasta llevarla a la muerte. Qué misterio el vivir, que dura en ocasiones puede ser la vida.
Fuera llueve, una lluvia lenta e insistente. Miro a la ventana, las gotas golpean y suave se deslizan. Comienza a anochecer, el día va en declino.
Abrazo el libro y me quedo suspendido en el momento. Lía sube a mi regazo y se acurruca. Parece un ovillo de pelos. La acaricio suave y enseguida se duerme. Dulce inocencia. Entrega y confianza total en ese pequeño ser.
El tiempo pasa lento y pierdo la noción del mismo.
Cierro mis ojos mientras Einaudi me regala sus mejores melodías y me deja zambullirme en mis recuerdos. Sentir, solo sentir en confiable y plácido abandono.