Mi padre se acompañaba con el acordeón,
un pequeño acordeón sobrevivido a la guerra,
mientras mi madre, con su voz entonada, lo sostenía
(se revoteno ll\'onne de lu mare: pe\' la priezza cagnano culore)*
evocando un Marechiare que yo percibía
como un lugar de leyenda cuanto la luna de Astolfo,
pero ciertamente más cercano al corazón que se conmovía
hasta tal punto que debía morderme los labios
para no llorarar de una nostalgia tan atroz
pensando en cuando me recordaría, ya viejo,
de cómo pasábamos aquellas pocas horas felices de la tarde,
felices como por un milagro, por una tregua concedida, ese año, ese mes,
después de la guerra la separación la cárcel,
esa tregua que nos había sido concedida
después de las catástrofes y antes de las nuevas catástrofes
que vendrían, inevitables, lo sabía,
la enfermedad la vejez y la muerte,
la última definitiva separación sin vuelta,
y me daban ganas de llorar de nostalgia pensando
en cuando, en el futuro, ya solo, me recordaría
de aquellas tardes, de aquella tarde, del pequeño acordeón,
de las voces de mi padre y mi madre
(a Marechiare ce sta na fenesta)**
el vaso de vino, las cuatro sillas alrededor de la mesa,
mi hermano que escucha, silencioso,
en aquella tarde de tregua en las tempestades
de la historia, como diría unos cuantos años después,
cuando trataría de aceptarlas.
* Se revuelven las olas del mar, de alegría cambian de color.
**En Marechiaro hay una ventana
Versos de una famosa canción napolitana escrita en 1886 por el poeta Salvatore di Giacomo.