Después de que te fuiste en silencio,
discretamente, con una luz
de felicidad en los ojos,
me he aventurado un poco más adelante, yo también,
en la dirección en que supongo
que tú te hayas encaminado. He metido los pies
en el agua turbia y violenta del río
todavía baja cerca de la orilla.
He empezado a vadearlo. Es el río
de tu niñez. Lo reconozco
por los barrancos de arcilla roja cubiertos de selva. No digas
que estoy desvariando. Lo sé. Desvarío. Pero debo
encontrar un camino, en esta geografía de la muerte,
un camino para aquella tierra lejana y misteriosa
hacia la cual te has marchado, o has vuelto, buscar
una vía que me lleve hasta allá, siguiendo
tus pasos, las huellas
que atrás de ti has dejado,
errando por la selva, la oscura selva en la que
te has perdido antes de salir de su maraña y de dar
con la inesperada enorme masa de agua corriente
en cuya orilla ningún barquero te estaba esperando;
debo buscar la vía, siguiéndote,
y llegar a esa agua,
a esa turbia agua en la que te hundiste.
Debe haber un recorrido para llegar a la tierra
que se advierte allá lejos, al fondo, allende el río,
para que llegue allá aún vivo, con mi cuerpo mortal,
con mi cuerpo de carne y sangre agotado por la fiebre,
arañado e infectado por los insectos y las zarzas.
Siento que hacen falta solo unos pocos pasos,
solo unos pocos pasos hacia adelante en el agua,
para llegar donde ahora tú estás.
Siento que hace falta solo un leve contratiempo,
quizá una distorsión, una pequeña desviación
en la sucesión del tiempo, de los minutos implacables,
bajo ese cielo negro de luz cegadora,
hace solo falta que se abra una mínima grieta,
para encontrarme en un más allá
que no sé imaginar de otra manera
sino recurriendo a los cuentos de los que han entrado
antes que yo en ese espacio
intrincado, en ese laberinto entre vida y muerte,
por ese estrecho sendero que se retorce en si mismo
y que aún hoy recorremos a tientas llorando
de nostalgia y esperanza.