Después de una mágica clase de lenguas con la señorita Claudia, de la que estaba secretamente enamorado, y no dejaba de mirarla ni siquiera, si tenía ganas de ir al baño, en tercer grado era el único motivo justificable, por el cual me gustaba la escuela, durante el Gobierno de Onganía en 1969, y era la única vez que a la campana de salida la odiaba con toda mi alma, ya que no la vería hasta el próximo lunes.
Parecíamos un malón incontenible hacia la fila de formación para arriar la bandera, y era infinita la espera, esa bandera se burlaba en cámara lenta, la señorita Gutiérrez, maestra de las de antes, no aceptaba de ninguna manera el timbre, y tenía, según el motivo distintos sonidos para la antigua campana de bronce, para la entrada campanadas seguidas, recreo de dos en dos, salida cuatro seguidas, ese era el más maravilloso porque terminaba la jornada.
Con Graciela, mi hermana, partíamos raudos a la parada del colectivo, pero, cumpliendo el ritual diario y obligatorio, ring raje, hasta llegar a la plaza y trepar al moral y devorar cientos de moras, dejando nuestras manos y bocas haciendo juego con el fruto, al llegar a la parada del 204, junto a la lechería Ulyt, un obrero y vecino del barrio a escondidas nos regalaba un frasco de yogurt, bien espeso como nos gustaba, un placer de los Dioses.
La casa, estaba a una cuadra de la parada del colectivo, era una cuadra divertida, de tierra, con zanjas donde las anguilas nos enviaban besos y las ranas chapuzones a nuestro pasar, las vacas y caballos ya nos miraban como de sus familias, el afilador nos recibía con su flauta, el lechero en su carro de dos caballos nos regalaba un litro de leche de ordeñe, y el mimbrero también con su carro nos saludaba a cornetazos. Al fin la llegada a casa, el hambre nos superaba, y más con el aroma que llegaba de adentro, era lógico, día lunes mi vieja hacía puchero y ese día nada menos que de gallina, me dolió un poco porque sacrificaron a la bataraza, pero se me olvidó con lo delicioso del puchero de mi vieja.
RAÚL GUSTAVO