La poesía no llama al mediodía.
Te miro. No como se mira a la flor más hermosa del mundo; ni mucho menos como se miran a aquellos atardeceres gloriosos, que doblegan la vista y levantan el espíritu.
Te admiro. No como se admiran las obras más impresionantes de todos los tiempos o como lo hacen todos, al ver la Bóveda de la Capilla Sixtina. ¡No, no, no!
No sé cómo te miro, ni sé cómo te admiro.
Enloquezco intentando interpretar tus gestos para así crear los versos que culminen el poema de mi sueño.
Y es que la poesía no llama al mediodía.
La necesito para escribir sobre la peculiaridad de tus intrigantes ojos o sobre la brillantez de tus mejillas y para afirmar con certeza que cualquier joya, perla o diamante, no basta para adornar ninguna parte de tu cuerpo. Pues disminuye lo que por naturaleza es perfecto.
¡Qué recen aquellos que dijeron escribirte! Lo que según ellos, mereces…
Pues cuando la poesía me llame al mediodía, terminaré lo que aquí he comenzado; para ti, mi sol de mediodía.