Noche primera:
Un gato negro me observaba desde la ventana, yo me encontraba recitando poesía con mi acostumbrada tristeza, aquel parecía que me escuchaba con atención, gracias a su maullido me pude dar cuenta que compartíamos la misma melancolía, me decidí a acompañarlo, desacostumbrado a las caricias, y el gato también.
En la noche siguiente se postró a la misma hora en mi ventada, no pensé que regresaría, me mira como esperando algo de mi; ¿Comida? ¿Aposento en mi hogar? ¿O quizá algún poema?
Me acerqué con el mayor sigilo posible e intenté acariciarlo, se alejo de inmediato sin hacer ruido alguno, apenas y se escuchó el crujir las ramas por las que se escabulló y me dejó ahí; contemplando la luna, sintiendo la soledad.
Noche tercera:
Estoy sentado en la intemperie, no sé por qué pero estoy aquí, siento como el frío recorre mi cara y al viento abrazándome tiernamente. No lo escucho, tampoco lo veo pero, por sí viene tengo un plato con comida y una cobija. Han pasado mas de 20 minutos de la hora habitual y empiezo a creer que fue mucha mi ilusión de volverlo a ver, supongo que tengo que regresar a dormir y dejar de crear escenas que nunca pasarán. ¿Que tan pronto uno se puede encariñar con un gato? ¿Unas horas? ¿Dos días? No lo sé pero, creo que se ganó una parte de mi...