Sentada en el umbral y con el sol en la punta de mi nariz, esperaba a Hermelinda. Ella es una niña de campo, que a menudo viene a visitarme, sus años no llegan a los diez y es un tanto tímida. En cada oportunidad me habla de su infancia, como si todavía estuviera viviéndola.
De manera tajante ella me contaba una y otra vez partes de su vida que yo fui zurciendo y su historia fue dejando una estela.
Después de la pérdida de sus padres, tuvo que aceptar la ausencia con la cabeza erguida y la mirada al frente, no con la gracia de una niña sino con la tristeza de un adulto; sola en el mundo y sin más remedio, buscó un sustento o, por lo menos, donde pasar sus noches y tratar de enmendar su vida.
Era muy común que los chicos trabajaran desde tan temprana edad, simplemente porque sus padres los ofrecían por algunos billetes. No era su caso, pero de todos modos tuvo que sucumbir al desprecio, a largos días sin noches y a la cruel realidad que le tocaba.
Uno de sus recuerdos más frecuentes, tormentosos y oscuros invade su memoria reflejando una herida incurable que dejó entrever su inocencia robada a destiempo.
Sus reiterados relatos demuestran que nunca conoció la felicidad, ya que estos hechos perduraron en el tiempo socavando todo sentimiento de amor.
Hoy, a sus 75 años endurecidos, por esa niña que conozco a la perfección, quizá regrese en busca de cariño y amor. Solo puedo sentarme, como todas las tardes, en el umbral de mi puerta, con el sol en la punta de mi nariz y hacer que sus tardes, sean las tardes de mi abuela…