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**~Las Rejas del Sol - Novela Corta - Parte I~**

Era ella la muchacha de ojos claros. La que se atrevió a desafiar el sol y la luna. La que quiso ser más que el mismo cielo. Dicen que el cielo es el límite. Cuando al alma la vendió al mejor postor. Y no quiso saber del silencio, de la soledad que ahoga y que mata en verdad. Del desastre tan natural y la osadía de vivir día a día en plenas sombras del abismo frío. Quiso ser ésa que Dios no dispuso en ser a conciencia. Y rayó en la perdición y más aún en el camino perdido de un todo. Y sus ojos claros de mujer quedaron a la deriva, al naufragio y a la desolación. Atiborrada de espantos nocturnos arribó al silencio. Una noche quiso ser el silencio y le preguntó a una voz: ¿cómo eres silencio?. El viento sopló como dando un silbido crujiente entre las hojas del suelo. Y se fue el día y llegó la noche oscura fría, densa, y penitente, -“otra vez”-, se dijo ella. Caminó entre aquellas rejas del sol, entre el silencio de la noche, entre su alma que volaba lejos, de allí, sí, de allí, sí.  Y quiso ser como una estrella fugaz dando vueltas por el cielo hasta caer al suelo o al firmamento o desvanecer entre aquellas nubes blancas que apenas se veían. Cuando recordó todo como Dios permaneció intacto en la cruz, como aquellos ángeles del mismo Dios, que no se deben de tentar a salvar al alma. Y fingió una lágrima sí, de dolor, sí, de dolor. Pero, quedó embriagada por aquella venganza, calculada, fría, y como aquel hielo frío que trataba de enfriar su trago en copas de cristal. Fue tan cálida, soñadora. y real como la tierna juventud. Y se dijo a sí misma, -“sí, lo hice”-, y fueron aquellas rejas del sol, que soslayó en su memoria la triste realidad de aquel jueves en el atardecer cuando logró su acometido. Era la muchacha de ojos claros. La que servía en el café aquel, pues, café. Y esa noche entre el dolor y la triste agonía de sentirse desolada, triste y en sola soledad, pensó e hirió a su mente de sensaciones tan crudas y reales como aquel cometido entre la luz de aquel sol veraniego. Y quiso entregar cuerpo y alma al silencio. Sí, al silencio, aquel que sus oídos escuchaban en ese mismo instante. Y confirmó aquello que fue siempre un delirio frío. Y se dijo, nuevamente, -“sí, yo lo hice”-, y su mente voló como si fuera ayer. Cuando era una dulce jovencita que servía el café en aquella cafetería diurna. Y las rejas del sol cayeron ante sus ojos como aquella luna brillaba en el cielo añil. Y quiso ser más de lo que fue, o que sería en un futuro, si hubiera alguno. Y decidió navegar por el mar incierto o por las nubes aquellas que decían ser jóvenes, bellas como el algodón dulce, y se dijo, -“si fueran pintadas como el algodón de feria”-, pero, no eso no se podía a menos en la pura imaginación. Su inocencia a pesar de tantas dificultades y obstáculos, se preparaba para un juicio o un prejuicio o perjuicio entre aquella humana culpabilidad y aquella verdad tan hiriente. Y se dijo,                             “sí, yo lo hice”-. Y esa noche su alma ni su dolor se arrepentía ni ante Dios ni ante aquellas rejas del sol. Se enfrío su sangre como aquel pedazo de hielo entre sus copas de champagne y que tomó aquel día de sol, en aquel atardecer frío y siniestro. Cuando llegó el ocaso de aquella tarde, yá estaba en prisión. Y se dijo, -“ni las rejas del sol me entristecen”-. Caminaba desesperada como si no hubiera dado con el hecho todo como lo había planeado. Dos intentos, no dieron abasto con el dolor. Y se dijo que ni el sol fue sombra sino testigo de todo lo sucedido. Y esa noche enfrío el calor como gotas de dolor en la misma piel. Y quiso recordar, pero, su orgullo de mujer no la dejó nunca. Sino que quiso que el ambiente tan cruel, desolado y oscuro soslayó penitentemente. Y no quiso ser más ni menos de ése tiempo en que sólo el tiempo dictó a conciencia en haberla hecho mujer a golpes de la vida y de la herida sangrante y punzante de una fría violación. Y esa noche pensó, y se dijo, otra vez, “sí lo hice”-, lo pensó, lo perpetró a conciencia. Y el diario y todo aquel momento cayó en frío, en desolaciones sin terminar. Era la muchacha de ojos claros. La que enredaba sus cabellos en los dedos de sus manos. Y sucumbió en un sólo trance. Sólo aquel jueves se vistió como princesa con una estola llevada en el cuello y los hombros. El señor aquél, el que ella detestaba con todas sus fuerzas, se había tomado varios tragos de alcohol y estaba ebrio, completamente ebrio. Llegó a ella y entabló una triste conversación para convencerla o más aún, llevarla por el rincón de lo perdido, de lo que es más sagrado y por un camino lleno de perdiciones tan frías. Logró ver la puerta de cristal, logró ver la botella de licor que estaba muy llena, y sí, era una fiesta de princesas cuando le toca ser la bella atracción de la noche, a ella a la muchacha de ojos café. Llegó temprano con una hora casi antes de lo puntual. Y quiso ver al joven que ella amaba con todo su pulmón y más con su corazón hecho pedazos y exactamente por él. Pero, quedó sola, aislada de todas las demás que cruzaban el portal para entregar sus servicios, cuando ella escuchó eso se preguntó, -“qué servicios”-, él la tomó por un brazo y se la llevó lejos de allí, donde ella creía que era una fiesta de jóvenes de la ciudad y por lo tanto creyó en ver al hombre de su vida. Pero, no, no, no fue así. Ése hombre con olor de alcohol, la tomó por el brazo y se la llevó lejos. Antes que otro se la llevara sin saber. Una conversación, entabló con la muchacha de ojos claros, como el café. Ella aún no sabía, sólo quería cruzar la puerta o el portal de cristal. Para ver qué pasaba allí. Y ella, se marchó después de hablar con ese viejo. No logró cruzar la puerta, ni llegó a sospechar lo peor. Ni quiso averiguarlo, el señor le dijo, -“márchate de aquí”-. Ella, el otro día, recordó de dónde se había enterado de aquella fiesta, por un boletín en la calle y fue hasta ese lugar. Yá era el otro día, no sabe quién la salvó o la echó a la destrucción total, nuevamente a servir café en la cafetería. Esa noche fue la peor en su vida,

no concilió el sueño en la prisión y se decía más en la mente, -“sí, yo lo hice”-, quiso ser la heroína o peor la asesina más comentada y con la mirada directa hacia lo peor hacia una prisión que sólo dejó huellas, marcas y una excelente experiencia de vida. Quiso ver el sol, salió una tarde cuando la celadora las llevó hacia la cancha. Se quedó sola, pensativa, y dijo, otra vez, -“sí, yo lo hice”-, faltaba seis días para el juicio. Y recordó la vida de Mata Hari. Cuando sólo quiso expresar su sentir, cuando aquel sol cayó sus rayos en su cara y alumbró toda culpabilidad y vió a los ángeles de Dios en el cielo y vió a la Vírgen María, y cuando vió a Dios, y -“¿quién puede ver a Dios?”-, se preguntó ella. Le cayó toda ira mundial y más sobre sus hombros la culpa y ella lo sabía que era culpable. Y le preguntó en aquella noche de dolores, -“¿cómo eres silencio?”-, y el silencio no contestó, sino que hizo crujir aquellas hojas con el viento. Y supo lo que significó después de un buen rato en pensar. El silencio no es movimiento a lo que significa el viento. Es lo contrario. Se dijo ella, y quedó complacida. Y le dijo, -“yo quisiera ser como tú”-, y buscó un libro y leyó una parte que decía:

                  “... sólo el sabio es capaz de controlar todo a su alrededor, con tan sólo pronunciar la palabra hebrea “shalom”, y busca su paz interna con tan sólo penetrar en el silencio hasta llegar a escuchar la respiración de la persona que tiene a su lado…”,

                      

Y siguió leyendo y extrajo una columna de allí hacia su propia mente y decía así:

 

              “... la suerte no es de sabios sino de locos que se atreven a aventurarse hacia lo más pernicioso del destino, del destino y ¿qué es destino?, la fuerza extrasensorial que nadie sabe su propio camino sino viviendo…”-,

 

Y ella la muchacha de ojos claros. Prosiguió leyendo el libro hasta caer rendida ante el sueño. Y entre los brazos de Morfeo, soñó que estaba en el cielo viendo un escaparate de un vestido de color rosa. Y que sí se lo puso a su delgada silueta y que sí cruzó aquella puerta de cristal o más el portal de la salvación o de la perdición. Si siempre se quedó con la duda de qué hubiera pasado si ella hubiera cruzado la puerta de vidrio. Despertó, sudada, agitada y en un trance de todo lo vivido en el sueño. Y quiso ser Afrodita o Venus, amar hasta el final de sus días a todos sus amigos y los no tantos. Y renació otro día más en la prisión. Le quedan cinco de seis días si yá llevaba ciento sesenta y cuatro días en prisión y sin fianza. La culpabilidad era tan extraña, pero, real, era casi dolor, pero un dolor del cual no quieres curar. Es como la venganza exquisita y sí, que lo fue. La muchacha de ojos claros. Sintió que su dolor yá había sido curado y más aún haber extraído de su corazón toda debilidad. Como lo que hizo y se dijo, -“y sí, que lo hice…”-, Una mañana entra a la cafetería y vé al hombre desagradable que a ella no le gustaba su olor ni su apariencia. En esa mañana lo atendió de una manera recia y como a todos en la cafetería. Extrañó su olor a cigarrillos y a alcohol. Pues, era un hombre de café diurno, y por las noche vé tú a saber. Cuando vá hacia su propio rumbo o perdición el hombre no le dice nada. Sólo el viento le trajo ese olor de alcohol y a cigarrillos que a veces despiden los ebrios al fondo del trasnoche anterior por la fuerza en rumbear y tratar de ser feliz. Y el señor se fue del lugar, pensativo. Y era la muchacha de ojos claros. La que llevaba consigo la inocencia, la decencia, y la pureza y el trabajo a cuestas de una eterna salvación hacia un mejor futuro. Pero, ¿y había alguno?, Pues, ella decía que sí, pero, su Dios creía que no. En la prisión se enfrío más su piel, creció como leona dejando atrás las injusticias, el desamor, (el cual nunca hubo ni existió), y el tiempo en que gastó por realizar en hacer una vindicta tan inminente que soslayó en penumbras y sombras de eterna soledad. Y quiso ser ésa la muchacha de ojos claros. La que se entregó a las autoridades sin una lágrima, ni dolor, sin contemplación ni consuelo. No hubo tiempo para pensar, para alejarse de la escena o poder vivir en el bajo mundo, pero la culpa siempre estaría a sus hombros, en su mente y en el peor lugar su corazón. Subordinó la espera de esperar algo que nunca esperó. La sentencia yá venía venir y faltaba cinco días para ello. No había condonación, percepción, ni un horro ni en el alma. Perpetró todo como todo hampón de la mafia o más aún como todo asesino a sueldo sin sangre, con la piel tan fría y descendiente. Estaba en prisión y buscó un tiempo para memorizar cada paso, cada trago que tomó aquel jueves en el atardecer junto a ese hombre que ella detestaba, menospreciaba y que aún más que no quería ni a su lado por su olor corporal a alcohol y a cigarrillos, despedía ese olor a mujerzuelas baratas sin clase. Y ella lo mira desde otro desliz de su comportamiento de aquel autómata sin sensatez. Y quedó maltrecha, desolada, sin consuelo y abatida. Su corazón estaba helado, frío, no sentía ni percibía la razón. La locura estaba llena de maldiciones, de hechizos y brebajes de ese jueves en el atardecer, antes de llegar el ocaso frío. inerte que después sería presa de una libertad de la cual ella nunca pretendía en ser libre. Y todo porque su violado cuerpo así lo ameritaba. Abrió, otra vez, el libro de lectura de un tal erudito de la filosofía de la vida y así decía un párrafo…

 

             “... tan sólo la sabiduría es parte de la soledad, y todo porque el éxito, no es nada más del individuo, es además del entorno y de la manera en hacer que su mundo y sus cosas sean de total éxito, yá que el mundo es un equipo por donde se pasea la omnisciencia y la parte de la esencia conceptual en saber discernir en lo que es el fracaso y el éxito…”.

 

Continuará………………………………………..