Ante la probabilidad de que un asteroide impactase contra la tierra, se habían construido una serie de búnkeres repartidos por el planeta con el suficiente aforo para albergar sobradamente a toda la humanidad. Como método preventivo ante la opción del cataclismo, se organizó un simulacro de evacuación a nivel global, y las indicaciones para llevarlo a cabo habían sido divulgadas por los medios de comunicación internacionales con la suficiente antelación como para que todas las personas tuvieran el tiempo suficiente para prepararse. El protocolo de actuación era muy claro: Cuando llegara la hora h y sonara la voz de alarma, los servicios de emergencias de cada país debían guiar a la población civil hasta los refugios con la máxima celeridad posible, no pudiendo transcurrir más de 5 minutos en el proceso; un lapso suficiente entre el posible avistamiento del meteorito por parte de los astrónomos y la colisión de éste con la corteza terrestre, teniendo en cuenta una horquilla de velocidad del bólido que debía oscilar entre los mil kilómetros por hora y el año luz por siglo.
A pesar de los minuciosos preparativos, el simulacro resultó desastroso, pues tanto quisieron apremiar las autoridades a la gente, que se produjeron multitud de incidentes de diversa índole, desde accidentes de tráfico hasta amontonamientos de personas en las entradas de los búnkeres, dando como resultado múltiples heridos.
Los hospitales y los servicios sanitarios no habían contado con este contratiempo y se vieron colapsados por los heridos del simulacro, lo que provocó un terrible caos en la sanidad mundial, y para evitar que esto se repitiera, la organización mundial de la salud diseñó un nuevo simulacro con el fin de tomar medidas preventivas ante un nuevo simulacro de evacuación. En este caso, se conminó a toda la población mundial a hacerse los enfermos a una hora determinada para comprobar si las instalaciones de urgencias y los medios médicos eran capaces de dar abasto con semejante catástrofe, y para ello, aparte de los centros hospitalarios ya existentes, se instalaron hospitales de campaña adicionales con capacidad para atender de urgencia a los miles de millones de humanos que había por aquel entonces.
El resultado del segundo simulacro fue aún más devastador si cabe que el primero, pues todos los hipocondríacos que participaron en él, se metieron en su papel de una manera tan exagerada, que de tanto fingir sus problemas de salud cayeron enfermos de verdad, y sumados a los accidentados que ingresaron en los centros sanitarios a causa del primer simulacro, más los pacientes que ya había antes, terminaron por agotar los medicamentos y recursos curativos disponibles, y al no poder ser tratados de manera efectiva, muchos de ellos fallecieron sin que se pudiera hacer nada por salvar sus vidas.
La repentina sucesión de muertes, a su vez, colapsó los servicios funerarios y los cementerios, y sus tanatorios y enterradores, respectivamente, no pudieron abarcar tanto responso, por lo que los cadáveres tuvieron que ser almacenados en cámaras frigoríficas adaptadas a tal efecto, no pudiendo recibir sepultura muchos de ellos hasta varios meses después de lo correspondiente en estos casos, de manera que se tuvo que activar un tercer simulacro como preparativo para los servicios fúnebres. Éste consistía en crear velatorios comunes y macrocementerios para que, llegado el momento señalado, cada persona ocupase sin demora el ataud o el nicho previamente asignado y así poder medir la capacidad de reacción de los medios materiales y humanos disponibles en caso de deceso multitudinario.
En este último simulacro no se contemplaba la posibilidad de un nuevo fallo. Para ello se ensayaba diariamente. Era imperdonable cometer un tercer error y tan en serio se lo tomó la gente esta vez, que cuando al fin cayó el asteroide, no hubo que lamentar víctimas porque no pilló a nadie fuera de su respectivo habitáculo mortuorio.