Ya no me llama cielo, me llama su mundo. Como si el cielo se le quedara pequeño entre mis pestañas. Como si yo pudiera hacerme un hueco en ese universo que guarda su mente insaciable. Me conformaría simplemente con pertenecer a esos instantes en los que permanece desnuda, con su cabello hasta la cintura tendida en la cama, mirando a la ventana con la mirada perdida en el atardecer, donde nadie ha consiguido encontrarla todavía. Pero ella me llama su mundo, como si yo fuera un planeta que ella tuviera que descubrir. Como si yo pudiera llevarla a Neptuno, me mira con sus ojos de invierno y hojarasca.
Cuando la conocí me preguntaba si se podía acariciar tan dulce como ella escribía. Y de tan insensato, acabé prisionero en sus labios que tan fluído me recitaban, con cada verso arañado en la piel. A oscuras, me hace preso con sus piernas en mi propia habitación, y yo me dejo hacer ante su inexorable impaciencia.
Ella dibuja sus mapas entre mis lunares con la punta de los dedos, para no perderse, y me explora como una niña en una ciudad que nunca ha visitado.
Fingiendo inocencia me atrapa en sus manos, cayendo víctima de sus juegos. Acaricia su lengua tibia con la mía, y luego sólo me mira con fuego y esmeraldas.
Se desliza como una serpiente por mi estómago, con toda la suavidad de sus pequeñas formas. Y yo sé que no tengo otra opción que sucumbir, mientras me absorbe y me devora como a una presa, bebiéndome con los colmillos escondidos.
Y ella se ríe. Se ríe y después llega el fin del mundo.
Se nos nubla la vista y la razón, y todo se queda en blanco y negro.
Después su calidez desnuda, acariciando en la noche mi alma como lo hace la literatura.
Y después también mis brazos, en su leve cosquilleo.
Y después la tormenta en la ventana, y el color del silencio.