La noche estaba de nubes y estrellada contra el cielorraso de la habitación mientras el silencio se cortaba por el sonido de su respiración agitada. Y lo miraba, y lo deseaba, y lo intuía agazapado entre las sábanas esperando el si por el movimiento de mis piernas. El tic tac del reloj amenazaba con terminar el encuentro sin reconocimiento sensitivo y con las manos sujetándose las ganas.
Y fue fugaz el roce que cruzó la muralla y el efecto dominó dejó caer toda nuestra ropa, todo el pudor, todas las miradas. Una caricia suave, una caricia salvaje, entregada hasta lo más profundo y sacando hacia fuera el conjunto de voces anudadas en la garganta, como un murmullo al principio, como un alarido inquieto y de alivio y de placer después.
Me recorría cual guitarra con los ojos expectantes de un niño que ve su regalo por primera vez, como un adolescente que prueba en sus labios el sabor de lo prohibido, como un hombre que tiene entre sus brazos lo que nunca se atrevió a tener. Así me conocía a punta de dedos, a palmas abiertas, con su boca de pincel bordeando colinas secretas descubría el paraíso y el infierno en el mismo cuarto de hotel.
Usaba las piernas y lo ataba a los bajos instintos de la piel, se retorcía a mi antojo mientras le decía al oído el momento preciso de seguir en el tren, y subía y bajaba y volvía a subir, entre tragos largos de sus recovecos una que otra marca le fundia el misterio y el gozo y el ayer.
Éramos dos y éramos uno, éramos el fuego y el aire haciéndose arder.