andrea barbaranelli

Los dos niños

¿Por qué no tengo una foto

con esas ruinas pintorescas en el fondo,

esos escombros de edificios ciudadanos o de casas del campo

donde vivían hombres tranquilos

que nunca habrían puesto la mano encima del vecino

si no los hubieran convencido de que ese mismo vecino

les tenía a ellos un odio tan sordo y feroz

que adoraba otro dios en vez del verdadero y único dios

que ellos adoraban en su iglesia?

¿Por qué no he utilizado esas ruinas como fondo

para un retrato en uniforme de combate, empuñando

un fusil ametrallador mientras deflagraba el incendio

y los pilares de acero se derretían como si fueran de estaño?

Hoy en día podría incluso fotografiarme a mí mismo,

pero entonces la tecnología

no había aún cumplido el salto que permitiría

a cualquier tipo, hasta el más torpe, de inmortalizarse

con la simple presión de un dedo

frente a un pico cubierto de nieve, a un castillo,

a un rascacielos en llamas,

o de pie cerca de un ahogado

hinchado y con la cara comida por los peces, pero aún

evidentemente reconocible como un intruso,

un clandestino, un bárbaro de esos que se amontonan

en los confines del imperio.

Me imagino a Mucio Escévola

mientras tiene firme su mano

en el brasero encendido y las caras de los soldados etruscos

abriéndose paso a codazos para salir en primer plano con él.

Me imagino a Napoleón sobre el fondo de las pirámides

con un grupo de camelleros alborotados que invaden

el campo visual y los legionarios franceses

que forcejean para rechazarlos.

Pero estoy confundiendo épocas y circunstancias

y momentos de la historia y de mi vida

cuando solo mi pena es la de no tener

ni siquiera una foto que me muestre

mientras, de noche, avanzo lentamente por la Cassia,

la antigua vía consular,

recorrida esa noche por interminables filas

de camiones llevando soldados

y de tanques de combate traqueteando,

sentado en el borde de una carreta arrastrada por un burro

con nuestros trastos apilados

y mi padre y mi madre caminando

al paso del burro, y mi hermano dormido.

Hubiera sido un documento importante

para atestiguar los humildes sufrimientos de los niños

provocados por la guerra y el odio,

como la foto del niño judío en el gheto de Varsovia

con los brazos levantados mientras lo apunta el fusil

de un SS de yelmo de acero.

Ese niño habría podido ser yo.

Debíamos tener más o menos la misma edad

en ese mayo de 1943, cuando fue destruído el gheto

y fue destruída mi ciudad,

tres días antes de mi quinto cumpleaños.

Llevábamos puesto el mismo abriguito

que dejaba al descubierto las piernas

y pantalones cortos, pero en Varsovia el frío

debía ser más fuerte de lo que era

en el pueblo de Italia central

hacia el cual estábamos marchando, aunque nevó

al amanecer y yo vi por primera vez la nieve en el patio

cuando abrimos la puerta

y un gorrión daba saltitos

para calentarse en el sol que intentaba llegar hasta allí.