A los cinco años
tenía el candor de un niño de tres
si partí en dos el billete de una lira
que mi madre me había dado para que
lo compartiera con mi hermano
cuando nos mandó a la tienda de la esquina
a comprar medio quilo de pan.
Creciendo, no he mejorado.
Me ha quedado dentro el rechazo
por el mundo de los adultos que conocí
cuando los adultos estaban ocupados
en masacrarse los unos con los otros
y en masacrarnos a nosotros los niños.
Un mundo hostil y miserable. De hielo.
El frío calaba los huesos
en aquel penúltimo invierno de guerra.
Ocurrió también, ese mismo invierno, el milagro
de la primera nieve en el patiecito
fuera de nuestra pieza ocupada por la cama
en la que dormíamos los cuatro,
mi padre, mi madre y nosotros los dos hermanitos,
y luego, en primavera, el campo amaneció cubierto de amapolas
que escondieron la tumba del aviador americano caído
con su avión de vidrios espesos.
Pero sobre todo estuvo presente el frío.
Hubo la tenue luz de la lámpara de petróleo
que nos llenaba de hollín las narices,
las cabeza rapadas previniendo los piojos,
la manos moradas por los sabañones.
No quiero recordar nada de eso.
No quiero recordar los cadáveres
de los fusilados en la plaza del pueblo
y la puerta de nuestra habitación desfondada
y mi padre sacado de la cama
por soldados que gritaban
en un idioma que no lograba entender.
La vida llevaba un ritmo
de danza macabra, de danza
de lívidos fríos esqueletos,
de lívidos cadáveres colgando
de los ganchos de las carnicerías
sacudidos por un viento frío,
por los soplos de un viento implacable
que barría los techos y amontonaba
las hojas muertas en las esquinas.
No me critiquen pues si a los cinco años
era inocente como un niño de tres.
Probablemente solo me negaba
a aceptar el mundo tal cual era.