andrea barbaranelli

El billete partido

A los cinco años

tenía el candor de un niño de tres

si partí en dos el billete de una lira

que mi madre me había dado para que

lo compartiera con mi hermano

cuando nos mandó a la tienda de la esquina

a comprar medio quilo de pan.

Creciendo, no he mejorado.

Me ha quedado dentro el rechazo

por el mundo de los adultos que conocí

cuando los adultos estaban ocupados

en masacrarse los unos con los otros

y en masacrarnos a nosotros los niños.

Un mundo hostil y miserable. De hielo.

El frío calaba los huesos

en aquel penúltimo invierno de guerra.

Ocurrió también, ese mismo invierno, el milagro

de la primera nieve en el patiecito

fuera de nuestra pieza ocupada por la cama

en la que dormíamos los cuatro,

mi padre, mi madre y nosotros los dos hermanitos,

y luego, en primavera, el campo amaneció cubierto de amapolas

que escondieron la tumba del aviador americano caído

con su avión de vidrios espesos.

Pero sobre todo estuvo presente el frío.

Hubo la tenue luz de la lámpara de petróleo

que nos llenaba de hollín las narices,

las cabeza rapadas previniendo los piojos,

la manos moradas por los sabañones.

No quiero recordar nada de eso.

No quiero recordar los cadáveres

de los fusilados en la plaza del pueblo

y la puerta de nuestra habitación desfondada

y mi padre sacado de la cama

por soldados que gritaban

en un idioma que no lograba entender.

La vida llevaba un ritmo

de danza macabra, de danza

de lívidos fríos esqueletos,

de lívidos cadáveres colgando

de los ganchos de las carnicerías

sacudidos por un viento frío,

por los soplos de un viento implacable

que barría los techos y amontonaba

las hojas muertas en las esquinas.

No me critiquen pues si a los cinco años

era inocente como un niño de tres.

Probablemente solo me negaba

a aceptar el mundo tal cual era.