Un hombre camina apresurado, lleva un florero con agua y rosas en las manos, casi trota, sus pies asemejan preocupación, sin más, el florero cae al suelo, continúa como si nada hubiese cambiado sin ello, pasos rápidos de un hombre ensimismado a la lejanía, un montón de fragmentos rotos dispersos y sin alegría, tres flores en la superficie caídas, el agua como charco brillante esparcida.
Acomoda fina y ligera a la flor sobre una tela, que blanca resaltaba los colores de esta, y rosa tornándose en las puntas de sus pétalos a un oscuro marrón, delineaba contornos y exaltación. Con ánimo, abría emociones en el tejido del tapiz en el que chorreaba pinturas irremediablemente, sentía como artista llenura y su rostro se mostraba complaciente, entre pincelada y pincelada aclaraba siluetas y sombras prodigiosamente, él se encargaba de perennizar algo que se aquejaba de muerte, mientras aún poseía vida, se permitía llenar aquel pálido blanco de enternecedores colores a aquello que no sería más que negros y utopías.
Para que no se le caiga nada y no hayan ausencias, toma con elegancia cada diminuto pedazo de esa vida, que desperdiciada se reutilizaría y convertiría, en la más portentosa fragancia de presencias. Viva o muerta, esa flor tenía una exquisitez envuelta, una dulzura tierna, y entre quimeras e ilusiones eternas, se proponía a inmortalizar a aquel olor de naturaleza vieja. A través de aromas y almizcles, con combinaciones y confines, creó un perfume admirable, que se grabaría en los corazones de hombres enamorados de chicas, y retrataría fantasías mentales por las avenidas de mujeres atractivas y encantadoras a la vista.
Se pasearía entre narices, dejando recuerdos agradables y placer, tuvieras o no contacto con aquella mujer que llevara colocado el perfume. Aunque fuese solo una prueba, aunque fuese solo un pequeño experimento, había sido formado con entendimiento e intelecto, con precisión y fomento. Mostró ser exitoso para ella, al probar la sustancia y caminar, cautivando un montón de miradas de manera positiva. Su objetivo, no sólo se cumpliría, sino que su fragancia sin saberlo, ya estaba en la cima.
Al mantenerlo firme con su piel, el borde la atravesó, y una enorme herida había quedado, como bisturí sólo había hecho una larga y profunda incisión, pero en este caso, al contrario de sanar, dejaría una lesión, que duramente quedaría abierta por mucho tiempo, sería lento, despreciable y agudo, como una pierna rota o un violinista sin futuro. Delicadamente ella avanzó, con él pedazo incrustado en la mano izquierda de su cuerpo, brotaba perezosamente sangre y se dirigió a un basurero, donde con dolor y punzante celo, con abrumadora decepción lo extrajo de su herida generándole desgarrador sufrimiento.
Al dejarlo caer, varias gotas se fueron con “eso”, cayendo como pintura sobre lienzo, pues salpicando y desparramando, hacían contraste con el oscuro y nublado cielo que se reflejaba en ellos. La chica, rápida y sufrida, llamaba un taxi mientras tapaba su herida, dejando gotas mientras corría, llegaba a un hospital donde la socorrerían, allí la vendarían y cuidarían, y con los meses, quizás años, esa cicatriz que le quedaría, ya no dolería, pero siempre, siempre lo recordaría, a ese segmento que a su mano casi deja inmóvil un engañoso y cargado día.
Se había visto y encontrado al fin, había hallado lo que buscaba sin fin, a ella misma, a su ser, vio su alma plasmada en los iris de su ayer, se descubrió en el momento menos oportuno, a ella con esos ojos gatunos, que se aguarapaban con incandescente fuerza y se llenaban de amor con importante pureza. Mientras se enamoraba de sí por primera vez, y contemplaba con velocidad toda cualidad, se sentía agradecida de por ese lugar pasar, encontrando algo que le enseñara quien era, mostrando lo afable que la realidad era cuando se miraba de cerca, sin modificaciones y en total naturaleza.
(Cansancio y estrés bañaban su expresión, sus ojos brillaban de desesperación y anhelo, tenían 2 gotas blancas tatuadas en ellos, que suponían desesperanza y el camino perdido que ansiaban con exaspero. Su corazón se hallaba ceñido de falta y momento, de una capa gruesa de agonizante ira y gran desvelo: Noches de insomnio, días de sueño, pesadillas constantes y miedos internos.
Buscaba llenar su vacío tiempo, para distraer su mente de la caligrafía de temores y desasosiegos, llenando su vida de ocupaciones decentes, olvidando lo que quería, y su deseo envolvente, se tornaba un andante ente, que internamente se volvía demente. Sus lunas ahora eran caminatas de lloriqueos, y sus soles infelicidades llenas de empleos. Sus horas dejaban de tener sentido, y vivía sin tiempo, lo que ocurriera no importaba, a menos que fuese hallar su camino no volátil una mañana.
Su espíritu aún estaba lleno de determinación, su alma jadeante seguía insatisfecha por lo vivido, quería experiencias, quería hilillos, líneas delgadas de indispensable alegría y calma. Cada segundo carcomía su confianza, no quería morir, o vivir, sin hallar su mirada, su propósito, su meta soñada, sin encontrarle sentido a cada día que pasaba).
Recorriendo calles ese día vagaba con impaciencia, con fehaciente tristeza. Y con certeza, con iniciativa decide disminuir su espera, y parar por el tiempo que sea, si era cuestión de llegar lo que buscaba, sin que lo hiciera algún día lo haría.
Caminaba claro y disipado, tranquilo y relajado, cuando con exactitud, por esta plaza se lo encuentra: a ese alusivo pedazo con forma de flecha, a unos metros de nuestro florero roto en cuestión, donde al mirar a los lados lo contacta con un vistazo, sin más, entiende el retazo, el trazo con el que la vida su rumbo había señalado, no era cuestión de suerte o pasado, era lo que para él estaba destinado, su pasillo y su meta, habían sido marcados, casi como minuciosa respuesta susurrados, para él, con sentimiento, y al terminar, unos labios sellados.
Suspira despreocupado, consciente de que le esperaba de ahora en adelante, en consecuencia a lo ya experimentado, una vida increíble de cosas que jamás había imaginado. Firme se orientó en la dirección que marcaba su camino, dispuesto a vivir y sentir, lo nunca antes sentido.
De pronto nos vemos en su habitación, viendo como coloca cada generoso trozo en un cajón, al lado de su cama de telas de algodón; el pedazo más grande: la mitad del jarrón, colocado arriba de aquel mueble inestable marrón, saca sus llaves del bolsillo, toma el vidrio y lo lleva con él, cerrando la puerta y saliendo sublime, mientras se dirige a un incógnito lugar, entrega el vidrio reflectante a alguien y le pagan, sale del establecimiento con una agraciada sonrisa, con la que miraría los fragmentos de su gaveta por el resto de su vida.
Con sus grandes y finas manos como el satén, cada día observaba esos trozos con avidez y sin aburrirse, sus ojos brillaban a través de la tanta efigie, que poseían esos trozos con su transparencia y belleza invisible, significaban demasiado sin razón, eran sus más preciados tesoros, bajo llave y con afecto, los cuidaría para siempre y con el sabor, de que lo que hacía es lo correcto, los mantendría firmes y memorables con gracia y deseo, fotografiándolos cada día, en múltiples lugares y tiempos, colores y experimentos: los volvería arte cada vez que hallara la manera, de a través de fotografías hacerlo, no sólo mantendría lo vivo aunque muerto, sino que, enaltecería la majestuosidad, de la simplicidad, de la ocurrencia humana.
Siete personas ya habían tenido que ver, con ese florero tirado por aquel hombre, ya no había flores, ni grandes fragmentos de vidrio, sólo quedaba un enorme charco de agua donde las rosas habían subsistido.
Diminutos trozos del jarrón dividido, circundaban en el agua con la brisa molino, esa que rondaba en el ambiente por el clima de lluvia extrañamente fundido, con las grisáceas nubes de la tarde de frío.
Un pajarillo volando se acercó, al charco de agua donde había caído aquel jarro, posándose, movió su cuello en diferentes direcciones, observando a todo lugar, y sin más, hundió suavemente su pico en el agua, sorbió y picó una y otra vez, hasta que sació su sed y volando rápido para esconderse de la pronta lluvia se fue.
Sus ojos poseían algo peculiar, escondían un enorme resplandor por la vida, se veían repletos de contemplación, parecían una obra de arte cada segundo, eran complejos, oscuros e inescrutables, difusos e inexpresables, detallaban cada mínimo objeto con frenesí e inquisición, grabando en la memoria cada diminuto escrúpulo y centelleo. Su mirada transmitía mucho y nada, demasiado sus manos y cuerpo, su conducta era bohemia y sus tics intensos, usaba el tacto y lo quinestésico, la observación un bien excéntrico.
Tenía un profuso interés por lo sencillo y perfecto, por lo diferente y admirable, sentía cuantiosa devoción por lo distintivo, por lo que pequeño era visualmente invasivo. Caminaba en dispersión, apreciando la clorofila jugando brillante con la luz del sol, divisaba el contraste de aquellas hojas verdes que oscuras se veían a la sombra, en diferencia a aquellas que se engrandecían presumidas bajo la radiante estrella amarilla.
Daba vueltas de reflexión al todo, y lo contactó, este charco lleno de trozos de vidrio reflectantes de lumínica radiación, sus ojos chispeaban incredulidad de lo soberbio e impetuoso que veía. Sacó su lápiz y lo posó sobre la limpia hoja, fundiéndose su lluvia de ideas con la ligera llovizna de la tarde, frases se desbordaban inundando las líneas, ahogando la blancura del papel, versos de poesía nadaban como peces, rimas surgían resaltantes como delfines, palabras circundantes y desconocidas quedaban como corales, abajo y llamativas, palabras de melancólica tristeza devoraban el color de la vida como tiburones, el producto en sí del escrito, exótico y cuidado como el dragón del mar.
Buscaba una inspiración para escribir desigual, que halló en unos fragmentos luminosos en una tarde llovizna que encontró al pasar.
Sin ahora su única preocupación, guardó paz detallando aquel mínimo monumento, durazno su color, lo atravesaban rubores magentas y sutiles morados, su textura suave y fina, simboliza amor y tentación. Y rozar el dedo, era más que una caricia para la flor, para la piel del tocador, lentos estímulos que se deslizan con atención, erizan la piel y activan deseo, no sólo cargas eléctricas de vistosidad y placer, sino una glorificación de delicias de antier. Un olor ya apaciguado emergía eminente, con resaltante pomposidad y como dulce ente, se adentraba con rigurosidad en las cavidades nasales de esa fémina.
Veía belleza y fogosidad en la hermosa simplicidad de la experta vida. Tomó el pétalo y lo llevó, como recuerdo de lo simple y bello que puede haber en los momentos, pues encantada por la ansiedad, se perdía la majestuosidad que se hallaba en cada parte que la rodeaba, un pequeño pétalo tuvo que acertar, para entender que entre los problemas se descubre “hermosura”, y que, una distracción agradable que te de felicidad, es mejor que la absorta y ciega unción de la tristeza o preocupación.
Las horas empezaron a transcurrir, y la lluvia no cayó, al menos no en el perímetro que cubría el espacio donde antes yacía nuestro florero. Pero a la distancia, una potente precipitación sí había caído, y las aguas venían transcurriendo las calles, venían descendiendo a toda velocidad, llegando todas aquellas a la carretera principal, en línea recta se unificaban unas con otras para seguir compitiendo en la carrera, un viento tras ellas las respaldaba y las empujaba a continuar, a no detenerse y propagarse, se acercaban cada vez más, a esta plaza a penas húmeda.
Cuando colisionaron, fue como una explosión, entre la densa agua y la acera de aquel centro, dónde árboles frondosos se extendían como marcos de una ciudad, dónde flores coloreaban la plaza como intensas e incandescentes lámparas, donde animales interesantes por ahí transitaban y bancas habían sido edificadas, dónde una iglesia se erigía en el medio, y las palomas se posaban a migas de pan comer, pero no se quedaría todo ahí, en una mínima colisión semejando una explosión. La fuerza del caudal que acompañaba los millones de gotas se acercaba, sobrepasando entonces toda barrera, descendiendo aunque un poco más lenta, extendiéndose y regándose por todo lugar, ahora en este caso entrando por cualquier hendidura o cruzando por cualquier cuadra, y poco a poco se atraían, este charco casi extinto pero vivo, ansiando diseminarse otra vez.
Cuando se tocaron, fue como besarse, todo se sintió despacio y apasionado, con calma se fue volviendo turbulento, ahora lo que era el agua de un frasco de flores, era de una vida eterna, pues, se difundía en cada raíz, entrando por la tierra y nutriendo la existencia, de lo andante y no circundante, de lo estático y lo volante. Trascendía y transcendería, con su esencia se esparciría una y otra vez a la constante vida.
Los millones de gotas seguirían andando, y rompiendo barreras, extendiéndose por cada lugar, hasta la última gota…
Meses pasaron después de aquella intensa lluvia que arrasó, con el agua y los diminutos fragmentos de aquel jarrón. Venía esta chica caminando curvilínea por la acera, con sus tentadores delíneos y expresiones intensas, cedía un aura de vida, un efluvio de agudas feromonas, consecuentes de acciones consistentes y seductoras, condescendía una fragancia de pasión, transpiraba excitación por los poros, suave su tez, sus manos delicadas y sensibles. Tenía una llamativa formalidad, su cabello de definidos rulos e incomparable matizada, rebotaba con cada segura y trascendental pisada, ella transfería una afable sensualidad, que resaltaba con su nívea y casi perfecta dentadura, con una sonrisa similar a una estrella, y una mirada lumínica como en la oscuridad una vela; como una flor de loto en medio del lodo, sus facciones esplendían de noche o de día, su personalidad consistía en los terremotos y huracanes que generaba con su alegría, en los tsunamis que venían cuando su mirada compartía, en la destrucción moral-temporal que dejaba en las mentes de las personas cuando sonreía.
Entró a una pequeña tienda de cosméticos y bisutería, se compró un collar y un polvo con espejo de mano, sale del negocio de vuelta a casa, y decidida.
Los días pasaban y antes de salir, se aplicaba su compacto y su rubor, su sombra y delineador, con ligereza se aplicaba bálsamo en los labios avivando un poco su color, y se aplicaba un nuevo perfume que acababa de surgir, que llamado “Roses” la había fascinado al oír, lista para el día así estuvo durante un año y un poco más, hasta que su polvo para la piel, era solo un espejo de mano esta vez.
Llegó un punto donde por inutilidad, decidió regalarlo sin mucha expectativa, como buen obsequio a su pareja de vida, pero, tras una crecida discusión, y este espejo en el bolsillo, se separaron él y ella yéndose por diferentes caminos. Entre tanto afán y estrés, entre el desorden mental y la física rapidez, el espejo decide caerse, abriéndose, cayendo al suelo por un estallo de desamor, quedando como ellos, roto en mil pedazos.