Soncafe

ANDANZA.

Mis aventureros pies, aquellos que no pueden

pisar el final de mi sombra en las alargadas tardes,

los que por costumbre lavo

en la rutina del baño,

de pronto se vuelven susceptibles y amargos,

intransitables quizá,

sosteniendo mis huesos

como bases consonantemente móviles,

resistiendo la compresión de mi cuerpo

gravitando en su estructura.

 

Son mis pies, los que en su escasa agilidad

de bronce altamente primitivo

me llevan a los rincones y a las panaderías;

los que en su andar

se fueron volviendo distantes

y perdieron sus juegos infantiles

para buscar el mundo,

midiendo los espacios de otros suelos,

entre el sur y el istmo,

donde vi vidas distintas,

tan originarias como sus hirsutos cabellos,

olvidados del mundo,

con su idioma y su tristeza,

con su selva solitaria,

donde el rito de la muerte

esparce flechas de un silencio ancestral.

 

Mis pies,  que obedecen al acimut de mi cerebro,

recorren las dormidas callejuelas

de un pueblo del sur;

mis extraños pies,

tan profundamente extranjeros como mi vida,

tan peregrinos y osados,

se vuelven cansados,

como las viejas parejas

que perdieron la aventura de sus besos,

y se quedan juntos,

huyéndole a la soledad casi terrible

que les deja un recuerdo en el cuerpo

y una cicatriz en la memoria.

 

Las extremidades de mi cuerpo

imbuyen mi existencia en una calle que no existe,

que se llena de rostros de papel,

como una vida desierta

que deja solo huellas vestidas de segundos

y siente que se muere

entre la escorrentía y el asfalto

que recogen el mantillo de su sombra

al final de la tarde.