A las 21 y 41 la tierra ha temblado
durante unos segundos, por el choque
de unos estratos rocosos a la profundidad
de 12 km, poco más allá del confín
político, que nada tiene que ver
con las demarcaciones de las zonas sísmicas.
No he percibido el temblor.
Mis lámparas de techo no han oscilado
o a lo mejor simplemente no me di cuenta, cautivado
por el libro que estaba leyendo u ocupado
en la preparación de la comida, no recuerdo.
No oí el estruendo
que, dicen, ha subido de las vísceras
profundas de la tierra. Debía estar muy distraído
o absorto en mis pensamientos.
Pude quedarme sepultado
bajo los escombros de mi casa
si el sisma hubiera superado el umbral
de la intensidad tolerada
por las estructuras del edificio.
Hubiera sido un golpe de suerte
morirme a las 21 y 41
de ese sábado de fin de agosto
sin otro preaviso
que un estruendo confundido con los ruidos
del tráfico de esa hora
en que la gente se desplaza en automóvil
para ir al restaurante
al cine o al bowling
o a la cita con su amante.
Hubiera sido un golpe maestro
morirme en una catástrofe
telúrica, un evento
de proporciones cósmicas
del cual al otro día hablarían
todos los medios de comunicación
en vez de perder la vida banalmente
y de forma particular, a lo mejor en la cama
de un hospital, de una enfermedad cualquiera,
o en un paso de cebra, atropellado
por un chófer concentrado
en contestar a una llamada en su móvil,
perderla así, banalmente,
sin estampidos
ni derrumbamientos apocalípticos ni con el cielo
rajado por los rayos como
el cielo de Jerusalén cuando
se desgarró la cortina del templo
y el sisma abrió de par en par las tumbas
en aquel viernes de dolores.