Soy una mujer de amor, no de odio.
El odio debe terminar con la muerte. No acepto
esa ley, esa voluntad tiránica
que prohibe que se sepulte a mi hermano.
He espantado
buitres y perros, yo sola, gritando
en el basural por debajo de los muros de Tebas
donde han tirado su cadáver.
Tebas de las siete puertas, la famosa,
la insigne Tebas, un pueblo rodeado de vertederos
apestosos, de inmundas ratas escarbando
en los desperdicios y la mierda, la ilustre Tebas
con sus vómitos negros de sangre, con globos de ojos
arrancados de las cuencas y aplastados
bajo los pies, Tebas la malvada e la injusta,
como una perra aguardando la ocasión
para morder otra vez en la carnaza, Tebas
que ahora quiere vengarse,
que no quiere que el odio termine
ni siquiera con la muerte. Me tratan
como si yo fuera la enemiga del pueblo.
Pero pregunto: ¿Cuál pueblo? ¿Esa gente
que asistió indiferente a la masacre,
a cómo los dos hermanos se cortaron
la carne el uno al otro, se rompieron
los huesos a golpes, se arañaron a sangre
con las uñas, cuando ya no teníam más armas
que las manos desnudas, arrastrándose
en el polvo de los basureros?
¿Esa gente que no intervino para separarlos y gozó
mirándolos luchar hasta el último respiro?
¿Esa gente maldita y hostil que me mira
como si fuera yo la perra que espía la carnaza
para arrancarle una piltrafa de carne, y no fuera
la que quiere que el odio se acabe
de una vez, para siempre, bajo la tierra que ansío
verter sobre el cadáver de mi hermano abandonado
al hambre de los buitres que engulle
como el vientre voraz del ultratumba
todo lo que aquí se pierde y se pudre?