A veces es bueno probar a desertar de todo aunque sea por simple curiosidad en ver qué hay al otro lado de las ideas propias o, para después de comprobarlo, volver a retomar el camino o decidir no volver, porque ¿quién nos garantiza la verdad suprema?. Cuando uno ve el mundo – o cree que lo ve – desde el lado íntimo y exclusivo de su propio mirar, desde sus exclusivas ideas y pensamiento íntimo uno entiende también de que al final quedan restos, a veces visibles y a veces ocultos, de una dilatada mueca amarga de quien ya no espera nada porque de lo que más espera uno (de la gente y del mundo de la gente así como de la lectura y sus efectos siendo ésta la escritura la más importante) ya cree que poco o nada queda o porque la realidad me ha revelado su impotencia última para hacerme comprender nada. Todo ocurre porque tiene que ocurrir y lo que ha ocurrido estaba escrito que así iba a suceder.
Quizás se esconda, por alguna parte, alguna verdad por descubrir y en ello estamos quienes insistimos en no rendirnos nunca; quienes nos hemos convertidos en reos y esclavos de nosotros mismos, de nuestra voluntad, de nuestros propios desafíos y que al fin de cuenta acabamos siempre siendo juzgados de lo que sea y por quienes sean y que en la mayoría de los casos, también, ni ellos mismos saben de qué nos juzgan ni porqué. Llegado a este punto nos creemos constantemente con el ansia, con la necesidad casi imperiosa, de explicar lo que es la brutalidad de este mundo en que vivimos, del sadismo en que algunos nos ocultamos así como, incluso, de la fantasía insoportable y cruel del lado oscuro del placer; y tras decir todo esto (que en verdad dudo saber del porqué lo digo) toca decir también que la literatura, el arte o no arte de escribir como disculpa a veces de huir de lo que veo y siento funciona, me funciona, como excusa y potente máquina de limpieza, de higiene mental casi diría que subvencionada pero siempre, siempre, transitoria y nunca definitiva. Mi inconsciencia, dado que no puedo hacer nada más aunque creo, convencido, de que sí lo hago, se va limpiando constantemente con las ficciones que creo, que me invento y que dejo aquí para los despistados que quizás también se aburren o andan aburrido de este mundo.
También digo, porque es verdad, que sin la escritura, sin el arte de escuchar, ver, sentir, admirar ya me hubiera enloquecido o quizás peor: sería lo que tanto se desea de nosotros los simples mortales – por éstos que nos vigilan constantemente -, un simple vegetal andante; y de ese arte o virtud de ver, sentir, escuchar, oír y admirar uno encuentra, o cree encontrar, del porqué los ojos cuando se vuelven vigilantes se tatúan de deseo, porqué el dolor nunca nos engaña y sí siempre nos dice lo que siente, por qué los escritores no deberíamos morir nunca o al menos antes que la palabra muera, porqué los pintores desean exageradamente retratar el alma de las personas e incluso de las cosas que ven. El arte, creo, nos podría curar de dolores y enfermedades que los médicos no pueden curar: a mi me ha curado de una dolencia que se llama “soledad” soledad interior de la que nunca me he curado del todo y que por ello he decidido buscar mi propio medicamento y mi propio tratamiento.
Desertar a veces, ya digo, puede o podría ser bueno. Desertar podría ser y significar parar en algún momento, en algún lugar y retomar otro camino, el que sea y por donde sea, a ver qué encontramos en ese caminar y hacia donde nos llevaría. Es un acto de esperanza lícita en el sentido de una desesperada búsqueda de la verdad aunque ya sabemos que ésta no existe ( o sí existe pero, a veces lo pienso, es una verdad frustrada ).
Lázaro.