La primera vez que llegué
traía un evangelio falso
anunciado con un altavoz prestado,
en tanto mi voz de adolescente se esparcía
más allá del ruido de las palabras
del aroma de la cebolla y la hierba buena.
No era la medicina para las aves y el ganado
que se anunciaba en gris monotonía
era una trampa de promesas fatuas.
Recuerdo, la feria tenía de todo:
la delgada y verde lechuga
junto a la coliflor de un ignorado Fibonacci,
la col con sus nervios, la remolacha púrpura.
Más allá estaban las frutas
con su festival de obsoletas primaveras.
Pasaron algunos años y regresé
sin darme cuenta que la luz sí existe;
junto a la madre desterrada
descubrí el maíz y todas sus máscaras:
El choclo que ignoraba que era feliz,
y tanto lo era que no vi el amor,
un posible romance que ignoré
junto al tío vivo en círculo
(como a veces es la vida y los recuerdos),
junto al mercado y la feria dominguera.
Los primeros amigos de la juventud
aún recorren las estrechas calles de piedra
en mi terca memoria que aún recuerda.
Todo me parecía natural
era un dios acostumbrado al paraíso
y ahora siento que lo aprecio más
cuando desciendo a los infiernos de este mundo.
Cuando llegue mi final en algún posible delirio
sé que volveré a pasar junto al \"aguacate\"
y su soledad arbórea,
a su eternidad de breve plazo;
o talvez por el alma del maíz chillo
que tanto amo saborear .
Oiré el ruido de los cascos de los caballos,
de los voladores y la \"vaca loca\"
en el día del chagra y la chicha de fiesta.
Todo esto es Sangolquí y, seguro,
mucho más de lo que he escrito.