Extraño esos ojos claros, ávidos
De las líneas que dibujan en el tiempo
Las secretas constelaciones.
Cada tanto pienso en qué fue, porque fue.
Porque pude sentir el punto en el que la realidad se desgarraba
(Piel arrancada sin haberse secado)
Hacia otro desenlace
Que no era donde estábamos juntos.
Porque estoy seguro,
Así como reconozco en mí el rugir del león en el desierto,
El trueno tibio de su fingida holgura,
Aunque jamás llueva; estoy seguro de tu fuerte fragilidad,
De aquella vacilación, del paso atrás que precipitó tu retirada.
Es una certidumbre -ciega como un sol-
Aunque no acierte a las claves,
Aquí un pésimo alquimista que augura el resultado
Ignorando todo el proceso.
Me es injusto que tu cuerpo y tu voz
Hayan tomado para mí la dimensión de algo tan inmenso,
Tan radiante y misterioso como el mensaje del cielo.
Me es innoble el suponerte algún saber
Y a la vez el temor mezquino de quien se ve a sí mismo
Impotente contra el destino, y así lo cumple.
¿Me dejaste solo aullándole a lo que pudiéramos haber sido?
No quiero ser injusto ni innoble con vos o tu recuerdo,
O aquel fuego fatuo de azar que era
El futuro que hoy día vas transitando.
Y, aún todo, que acepte no significa que entienda
(¡Logos, corazón! Parece que no aprendo...
¡Pero que esta vez Ariadna y Penélope se disputen el ovillo!)
Así, evocarte tal vez sólo sea un vulgar síntoma de añorarte real,
Como a una ilusión bonita;
Como si las estrellas que vemos aún no se hubieran apagado.