Me quito los zapatos,
arremango los pantalones
arriba de los tobillos,
entro en el agua baja
caminando en la arena
menuda que cede a mi peso,
me paro
y me quedo mirando el horizonte.
El agua borbotea y susurra,
y yo aquí, de pie,
tranquilo,
como uno que se las sabe todas
sobre las extravagancias del mar y del cielo,
como uno que no se deja impresionar
por la eventualidad de un temporal repentino
o, ¿por qué no?, de un maremoto
que pueda cogerlo en la orilla.
Aquí, con el agua que ya me llega a los muslos,
resistiendo pasivamente la fuerza
de la marea que crece
y no decide si empujarme hacia atrás
o arrastrarme mar adentro,
solo debería dar unos pocos pasos,
solo dos o tres pasos,
para hundirme de golpe
en un agua sin fondo
en un abismo insondable
más hondo que los sueños más hondos.