Caminaba al borde del acantilado.
Oteaba al horizonte inmenso.
La tristeza había hecho un nido en su pecho.
— Solo saltar al vacío y todo habrá terminado — se dijo.
Se cabalgaban en su memoria tantos recuerdos que la atormentaban.
Tropezó y cayó cerca del borde. No sintió temor alguno. Miró hacia abajo y vio las olas como iban y venían, las rocas impasibles que parecían llamarla. Alguna que otra gaviota en su volar sereno. Era un día gris, el mismo sol se negaba a darle su consuelo. Comenzó a lloviznar. Cerró sus ojos y respiró profundo. Se levantó y extendió sus brazos.
Sin pensarlo dos veces se lanzó al vacío.
— Perdóname vida, mas no puedo más — Ni rastro de arrepentimiento por lo que había hecho.
Su dolorido y sufriente cuerpo atravesó veloz los aires en caída libre, hasta sentir un dolor agudo que la destrozó por dentro, seguido del total silencio. Todo terminó — se dijo — Sintió una profunda paz.
Las olas cubrieron su cuerpo y lo arrastraron hasta el fondo del mar. Nunca más lo devolvió, fue suyo por toda la eternidad.
Lo más triste fue que nadie, absolutamente nadie, en falta la echó.