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NOCTURNO XVII

    La brisa tibia de un estío moribundo

orea la tierra humedecida por la llovizna vespertina.

Camino distraído con el aire acariciante

que llena mis pulmones por mis narices dilatadas

y de pronto,¡Oh, gran hada mágica!

Allí estáis asomándote imponente

tras los edificios en el horizonte claro

de una tarde que muere silenciosamente...

Estoy hechizado y ebrio de ti, oh bruja milenaria; de tu espectacular e 

imponente plenilunio en el 

diáfano y sin igual crepúsculo...

Pero no puedo tocar tu belleza,

sino tan solo con los ojos,

con la mirada absorta

y el alma extasiada de ti...

Así también sucede con las muchachas,

las doradas delicias; deliciosas féminas

que deambulan en estas horas vespertinas,

caminando leves, graciosas, ágiles,

frescas y casi desnudas,

mientras deslizan sus cuerpos etéreos,

como plumas ligeras llevadas por el viento,

entre las multitudes de las amplias avenidas...

Solo puedo tocarlas con la mirada y dejar

que mis espasmos de felicidad opriman mi corazón...

¡Qué maravillosa visión y qué regalo inmaculado

para mis ávidos ojos de admirador consumado

de la sublime belleza femenina!

Mi mirada NO es una mirada lasciva,

sino de poeta, la cual NO le falta 

la inocencia en el deseo...

Pero ha caído la noche sobre la ciudad

y me refugio, sin pensarlo, en algún

antro de pecado de la vida decadente

de los centros nocturnos.