La brisa tibia de un estío moribundo
orea la tierra humedecida por la llovizna vespertina.
Camino distraído con el aire acariciante
que llena mis pulmones por mis narices dilatadas
y de pronto,¡Oh, gran hada mágica!
Allí estáis asomándote imponente
tras los edificios en el horizonte claro
de una tarde que muere silenciosamente...
Estoy hechizado y ebrio de ti, oh bruja milenaria; de tu espectacular e
imponente plenilunio en el
diáfano y sin igual crepúsculo...
Pero no puedo tocar tu belleza,
sino tan solo con los ojos,
con la mirada absorta
y el alma extasiada de ti...
Así también sucede con las muchachas,
las doradas delicias; deliciosas féminas
que deambulan en estas horas vespertinas,
caminando leves, graciosas, ágiles,
frescas y casi desnudas,
mientras deslizan sus cuerpos etéreos,
como plumas ligeras llevadas por el viento,
entre las multitudes de las amplias avenidas...
Solo puedo tocarlas con la mirada y dejar
que mis espasmos de felicidad opriman mi corazón...
¡Qué maravillosa visión y qué regalo inmaculado
para mis ávidos ojos de admirador consumado
de la sublime belleza femenina!
Mi mirada NO es una mirada lasciva,
sino de poeta, la cual NO le falta
la inocencia en el deseo...
Pero ha caído la noche sobre la ciudad
y me refugio, sin pensarlo, en algún
antro de pecado de la vida decadente
de los centros nocturnos.