Cuando me amputaron el brazo izquierdo
pensé que a lo mejor podría
seguir haciendo con un solo brazo
casi todo lo de antes
hacía con los dos.
Es sí cierto que un abrazo
es más profundo con dos brazos,
más envolvente y más íntimo.
Abrazar con un solo brazo
es más expeditivo, diría
más superficial y distante,
pero al fin, yo escribía con la derecha,
golpeaba con la derecha la mesa,
comía con la derecha,
era dextrorso por naturaleza, la izquierda
a veces, era hasta un estorbo.
Cuando me amputarono la pierna izquierda,
entonces sí me di cuenta
de que la simetría de mi cuerpo
estaba ya radicalmente alterada.
Empecé a desplazarme dando saltitos
apoyándome en una muleta
que tenía bajo la axila derecha
en vana búsqueda de equilibrio.
Tenía la rara sensación
de que mi parte femenina,
la acostumbrada a obedecer las órdenes
de mi mitad masculina,
estuviera desquitándose
dejándome a merced de la suerte
cada día más adversa y más dura
cada día más insalvable.
Esa mitad mía más débil
menos autónoma y más dependiente
de pronto se reveló
decisiva para mi equilibrio.
Mi mitad silenciosa,
dulce, tranquila, sumisa,
con la que formaba un todo,
un organismo coherente,
armonioso y singular,
se había disuelto como en un sueño
dejándome grave y pesado
igual que una piedra o un tocón
incapaz de echarse a volar.
Mi derecha, tan varonil,
sola solo puede forzar
y partir y destrozar
y oprimir y machacar
y violar y mancillar,
pero no sabe hacer un gesto
de cariño y compasión,
y el pie derecho tan solo
es capaz de patear
en una exhibición de violencia,
una violencia gratuita
para imponer el demidiado
títere sin corazón
que ha quedado de mi yo,
de ese mi yo cuando era
un conjunto armonioso.
Ya no soy el que fui.
Ya no soy más el que era.