“Amada ¡Qué melodía tan exquisita la que se canta
al pronunciarse tu hermoso nombre, qué feminidad
derramándose en cada una de sus cinco letras, como
una Biblia pequeña en que Dios reflejó tus amaneceres!
Mujer, eres de exacta luminosidad y tus párpados morenos
como la madera, marcan una luz más extensa que la lluvia
lunar sobre el brillo del mar en aquéllas noches de invierno
que envolvían nuestro andar y borraban nuestras huellas…
y es que adoro tus grandes ojos de inagotable niña, de reciente mujer,
que cuando abrieron por primera vez, buscaron de inmediato el hálito
de mi palpitar ó la morada de mi corazón para fundirse en lo que los poetas
han nombrado Amor…este sentimiento que me sembraste…
Niña mía, eres toda tú con tus defectos y virtudes la mujer que anidó al
oído del Señor, porque cada noche, cada suspiro, cada uno de los aplausos
que las olas daban para inundar nuestros pies, era una razón para recordarle
lo vasto que fue mi enamoramiento contigo…
Amada, tu frente lleva cargando consigo un exquisito aroma, cuales cántaros
invisibles regando las mieles de tus aguas y manantiales que, aunados
al cúmulo de flores que cada latido de tu cuerpo cosecha, forman tu voz de
alondra y cantas cual inigualable reina celada por las aves…
Mujer, no dudo que tu presencia frente a mí sea la luz filtrada de un ángel
mostrándose al mundo a través de tu esbelto cuerpo, trigueño y alentador como
un Otoño cualquiera, imagino a veces, que cuando el viento mueve tu larga
y lacia cabellera, es porque otros ángeles te cuidan acariciándote…
Suave retoño hecho mujer, mi niña hermosa, joven dulcísima, nunca
voy a olvidarte, los surcos de tus dedos, siempre serán vistos en mi espalda como
inigualables brechas que prueban que entre tú y yo hubo amor de verdad, siempre
tendré tus besos en mis labios, repitiéndome que fui el primer aleteo de tu vientre…”
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© Ricardo Galván Barquín