¿De dónde ha salido
ese tipo que no se calla
ni siquiera bajo amenaza de muerte?
Impudente y presumido,
con la cara de uno que afirma: ¡No se metan conmigo!
Yo me quedo con mi dolor,
pero con ustedes no quiero compartir ni la nada.
Ahora que debo reinventarme la vida,
volver a poner ladrillo sobre ladrillo
de este edificio que se derrumbó
sacudido por el sisma,
ahora que debo recoger los cascotes
en esta plaza vacía como un domingo de invierno,
tendré en fin el derecho de hablar
no digo con los demás, pero conmigo mismo.
No voy a callar ni una palabra
de las que acuden a mi boca.
Aunque no haya nadie que me escuche,
hablaré para romper este silencio
que me oprime los pulmones,
me los aprieta y estruja como un trapo mojado.
Con mis solos recursos voy a empezar de nuevo.
Mis amigos están todos muertos
o demasiado viejos para preocuparse
de lo que no los toca en su piel.
El panorama ha perdido
la riqueza de sus colores.
A través de los vidrios de la ventana
alguna sombra se mueve en la plaza
y desaparece de pronto.
Hace frío. No hay leña en la estufa
y no hay nadie que pueda ir a cortarla.
Estoy solo aquí, yo, el viejo pendenciero
que riza el rizo discutiendo con la muerte
que me mira con sus cuencas vacías
y bate la mandíbula abriendo y cerrando una boca
sin labios y sin lengua, formando
sonidos incomprensibles
de un idioma que aún desconozco
y que no sé si alguna vez voy a aprender.
Soy yo el que siente dentro de sí
el tic-tac de un reloj,
el repiqueteo de la carcoma de la duda
cavando galerías
y pulverizando
la madera más dura.
Soy yo el impudente
el obstinado,
el condenado en este desierto
donde nadie tiene tiempo y ganas de escucharme.