El cielo es un remanso, escaso y blanco,
a trechos dividido y a lo lejos
por el azul vidrioso del espacio.
Aún ninguna estrella ha lagrimeado.
La densidad de nubes, en reflejo
de un mar tranquilo que atardece y llama,
desfila y baja hasta la altura media
donde antes se unían tantos pájaros.
Un puntito violeta se oscurece
en el centro del sol que se desplaza
como un yo-yo ya roto en la penumbra
hacia el grisáceo espejo del océano.
También parece el astro un puño esférico
cayendo lentamente con luz blanca
con el afán de hundirse entre las aguas.
Un muelle alzado en diagonal extensa
por tantos pies inmóviles de hierro
extiende un lomo de madera, avanza
hacia el relieve de las olas diarias.
Entrando hacia la noche se dispersa
la brisa feble, el vientecillo lacio.
Una sola gaviota oscurecida
en el borde de espumas se camufla.
Entre áurea y oscura, húmeda y seca,
la orilla indefinida borra espacios
y las huellas de todos, aun las mías
que besaban los flancos de las tuyas.