¡Cuánta vida mira ciega
sin ojos que la vean!
Bancos verdes con sonrisas,
con gritos, muecas, con...
Tórrido quejido veraniego que
se digna remitir, tan solo una
tregua, son las nueve, tarde.
La madera en que consisten
se arruga de vieja, el color
se descorteza desnuda.
La noche promete charla,
de vecinos que miden sus
fuerzas, a ver quién tiene
más moneda, más padeceres,
más hacienda.
Camino lento por entre la fiesta,
la arboleda que de flanco sirve
bulevar se presta, pequeño
París me parece la escena.
Bebo el aroma que perfume
gotea, bebo la brisa que a
levantar empieza, bebo los rojos,
amarillos, azules y demás colores
de la paleta que en la estampa
no faltan, son de vida emblemas.
La señorita alegría embebe mis
venas, glóbulo a glóbulo va
ganando tierra como el Cid
Campeador quedóse con Valencia.
Padres, hijos, que son los que más
jalean, abuelos, que tras ellos
corretean, primos, primas, suegros
y suegras, todos gritan a la gresca.
Miro con atención sus caras por
si una rendija me abriera sus puertas,
el pudor que mi mirar levanta tiene
pronta respuesta, una sonrisa franca
y abierta.
Mis ojos no hacen distingos, sus
misterios merecen para mí igual
esquela, no ansío otra cosa sino
ver lo que no enseñan.
Sus historias entre escombros duermen,
las de los niños tiernas, las de mayores
pobladas como cola de cometa, algunas
se cuentan al tenor de mi paso, salen
de la duermevela, otras bajo trajes de
domingo, carmín y peineta siguen
ocultas; bueno, que duerman.