Entonces empecé a gritar
sin vergüenza, a voz en cuello,
cuando se les dio por pegarme
en la cara y en la boca del estómago.
¿Eran diablos salidos del infierno,
diablos con sus nombres de diablos
– Cagnazzo, Alichino, Draghignazzo –
o sencillamente gamberros
salidos no del infierno sino de una cloaca?
¿O los diablos de Dante serían ellos también
unos gamberros desencadenados en fechorías
tipo Naranja mecánica
en el infierno urbano de la Florencia
entre Docientos y Trecientos?
Después de que hubo fracasado
todo intento de una negociación razonable
para evitar el enfrentamiento
físico, con puñetazos y navajas,
y no pude zafarme de ellos
con la ligereza de Guido Cavalcanti
cuando se vio rodeado entre las tumbas
por una entera compañía de bromistas,
empecé a gritar
para llamar la atención de quienquiera que fuera,
transeúnte o vecino del barrio incrustado
en la pantalla de su televisor.
No estaba a mi lado Virgilio
ni había rastro de cualquier representante
de un orden superior,
ni siquiera de un Malacoda que impartiera
directivas a sus diablos
castigando a los más anarquistas.
Estaba a merced de la más obtusa violencia
sin una pizca en sus miradas de ironía popular,
de grosera satisfacción o de burla
que terminara en una pedorreta final.
Mi cara no le había gustado
a Farfarello o a lo mejor a Rubicante
y la cosa de por sí gritaba venganza.
Esto era todo. Así no más.
Me desgañité utilizando
todas las reservas de aliento de mis pulmones,
sin sentir vergüenza por ello, hasta que
aparecieron las luces intermitentes
de una patrulla móvil, enviada
indudablemente por la Providencia, que asiste,
cuando no se distrae, a los poetas,
para rescatarme de la infamia de aquel recinto infernal.