La refulgente tarde de abril
el sol derretía en oro y grana,
tras el volátil velo de un balcón
se encendía de amor una mirada.
Una lluvia de oro bañaba el éter
que el fuego de sus pupilas quemaba
y hasta el resplandeciente azul del cielo
sus zafiros convertían en malva.
Los gráciles rosales del jardín
desolados y afligidos lloraban,
pues su fulgor no podía emular
la luz que ardía en la dulce mirada.