Un día vino y me dijo: ¿Amor te casarías conmigo?
Por dentro todo fue temblor, ganas de reír, llorar, abrazarlo y gritarle que sí…sí quiero; pero me contuve, reprimí la emoción, la alegría, lo miré fijamente y susurré: ¿casarnos? ¿Por qué? ¿para qué?
Para estar juntos, para formar una familia dijo. Y la desilusión se pintaba en su rostro. Me sentí mal por lastimarlo, pero en un segundo recordé a mi madre, sus soledades, sus gestos tristes; recordé a mi tía contándole de sus ganas y los olvidos de mi tío, de cuánto tiempo hacía que no sabía lo que era gozar con su marido, que desde que nació mi primo nunca más hubo pasión como cuando noviaban. Recordé a mi amiga Rosa, que en tres años se separó de Carlos, porque ya no la miraba con pasión, no la tocaba ni la buscaba como antes y lo peor le descubrió una amante.
No, no quería perder lo que tenía, la fogosidad, el juego, amor, la locura, la lujuria con la que nos desfogábamos. Él me complacía como yo quería y me gustaba, me juraba estar pleno conmigo, y el goce era perfecto; porque cambiar esa felicidad y placer por aquello que llaman rutina, falta de interés, madurez, cuando para mí era guillotinar el amor con un anillo y una estúpida firma, no, no estaba dispuesta a eso.
Pensó que no lo amaba lo suficiente, quise explicarle lo que sucedería si nos casábamos, darle ejemplos, pero no entendía, decía que era el sueño de toda mujer casarse, que no podía comprenderme y se fue. Lo perdí de todas formas, pero nunca hubiera vivido esa estúpida experiencia de sentirme subestimada como mi madre, mal atendida como mi tía, ni traicionada como Rosa. No me imaginaba vivir con él y mi sexo vacío, maniatadas mis ganas, y sentirme menos que nada y ser simplemente la madre de sus hijos, su cocinera y el servicio apático de cuando él, solo él tuviera ganas. Preferí perderlo así, aun amándolo, pero seguir siendo la mujer integra y deseada, esa que apetecen los hombres antes de ponerse un anillo.
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