El sicario afinó la puntería
con despreocupación,
con calma,
a sus anchas,
sobrándole el tiempo para hacerlo.
No tenía ninguna prisa.
Observó y volvió a observar la víctima
como un cazador profesional.
Afinó la puntería durante meses y años,
aunque pueda parecer increíble.
Sospecho
que haya afinado la puntería
desde antes de que la víctima naciera.
Previó
las sucesivas transformaciones
de ese cuerpo escogido entre miles,
y estuvo esperando,
con paciencia,
que los órganos de su cuerpo se formaran,
crecieran,
se desarrollaran,
llegaran a la madurez,
que la víctima estuviera a punto
de realizar sus sueños
y así se volviera una presa
a la que tronchar futuro y sueños,
una presa por eso especialmente apetecible.
Él afinó la puntería,
el sicario,
con una determinación
fría y distante como
la de la culebra cuando acecha un ratón.
Estudió dónde pegarle,
el punto preciso
donde clavar la bala,
sin dejar nada al azar.
Afinó la puntería y disparó.
Ahora estamos luchando
para sanar la herida,
pero él, el sicario,
sabe que ha dado
un golpe
mortal,
o, a lo mejor, lo ignora
como en realidad ignoraba
las cualidades de su víctima,
su manera de sentir y pensar,
de relacionarse con los otros,
sus emociones,
su particular forma de amar
que solo era suya,
su sonrisa,
su manera de atusarse el pelo,
de agachar la cabeza escuchando una música.
Somos nosotros los que le atribuimos,
al sicario,
una conciencia
de lo que produce su acto.
Pero el sicario
ha realizado su encargo
mortal sin tener
la menor idea de lo que es
la muerte,
de lo que es
la vida.
Solo nosotros los mortales lo sabemos.