Vendrá el ave que partió a destiempo,
la temerosa, la perdida
en la diligencia de las nubes.
Llegarán a sumergirse
junto a los peces del puerto
y dormirán lo necesario para el sueño
en que nazca un país lejano,
distinto, único como la muerte.
Las aves emigran del poeta,
durante días deslizan la natura entre aires,
témpanos y estruendos del vacío.
Celarán a la cercana, perseguirán su ala
medrosa de adentrarse
en el territorio de las sombras.
El pico abierto a las corrientes,
a la saliva del cielo, a los tímidos insectos
que confían en el descanso o en el viaje veloz.
La emigrante desconoce
si el almendro guarda semilla,
vuela aterrada del humo de la ciudad,
de las visiones que acompañan a un hombre.
La anciana desconoce si encontrará
la semilla, si retornará,
pero encabeza la partida de frágiles
pájaros que embisten el nubarrón
y sobrevuelan los ojos.
El ave jovenzuela teme más,
quizás al pozo o a la insidia de la bandada.
Le abruma la estrella del invierno.
Las aves saltan el abismo y transparentan
la calma de un niño frente a las cuentas de cristal.
Amenazan con llegar al sueño,
escapan del parque gris, de la torre lejana
donde habita la mandrágora.
Llenan el espacio, lentas,
para que el hombre anhele
un país de pájaros y cante empecinado.
Para que vuele con las aves emigrantes.
Los pájaros remontan un grabado
dibujado a plumilla.
Las aves desprendidas de una alfombra libanesa
se contagian de aire.
Las de París, en las alturas no atinan
a descender al verde y dejan su negra indiferencia.
Las aves suecas, las danesas trinan
y se confunden en la floresta
de un mundo múltiple, ebrio, compartido.
El peligro es remontarse dónde el sueño
del ave finaliza y ver el ojo insomne
prefigurando el tiempo.
Es como orientarse en la espesura
de la noche y la mente que desliza
un nombre y la palabra espera
y el ave quieta pareciera suspendida
en sí, en la creencia de ser ave.
Los pájaros aman el solsticio,
la cópula perfecta, la maduración.
La brisa dibuja el lago, el monte,
la costa y la misión del cisne.
Pajilla es el ave que fenece en la magia.
El hombre habla, habla, olvida, mata
y si mata lo que podía ser no vuela, no piensa.
El viento agita con violencia
la escultura del ave que duerme
sobre el cerro de las piedras.
Los ciudadanos del aire musitan cientos de idiomas
como papeles de seda al ser rasgados
sacuden la ceniza, la colina de arena
y el castillo que el hombre levanta en su cabeza.
No los dejen vagar,
la soledad del espacio es infinita
poblada de seres fantasmales
expulsados del recinto común.
Condenadas a la tempestad
desaparecen las peregrinas,
el golpe atrás y luego el mar, vasto e inmenso.
Atracción por el gato, la casa, la nieve,
rebeldes en la brazada prosiguen
con el nadador azul atado a una rueda medieval.
Pero ha cambiado el ave: ve la noche
y las luces como llamas,
se convierte en un presidiario inconstante
hacia el fin de la posibilidad humana.
Arriban las aves, las extranjeras llegan,
abran las ventanas.
El ave cree que ha muerto,
ha sido derrotado en la travesía.
No piensa más que en morir,
en la piedra que le ata al movimiento.
Tambaleante la avecilla desciende,
ha traspasado las tinieblas y escapa,
una sola escapa a otro paraje.
La multitud elogia la primavera y su canto
y ella se siente defraudada.
del Cuaderno del Moro, 1990
Letras Cubanas