Rodaron mis ojos
cuesta abajo
por las laderas de sus pechos.
Saltaron al vacio
en un pacto suicida
nada los detuvo.
Ni sus diminutos pezones.
Ni el circulo quemado
de su aureola,
o su tersura de durazno.
Nada los detuvo.
Ni el aroma
que emanaban suavemente,
ni el calor que a su contacto
me incendiaba.
Nada los detuvo.
Nada.
© Armando Cano.