En la ciudad donde yo resido vive Miren, una abogada jubilada ya, que ha sido capaz de vivir mil historias en lo que dura un curso escolar.
Miren es una mujer más delgada que gruesa, más alta que baja, con un cabello que otrora fue castaño pero que ha ido virando hasta un insólito rubio ceniza.
Miren tiene una elegancia discreta. Esa elegancia que tienen las mujeres que cuidan su apariencia y su vestimenta sin que se note demasiado. Desde niña ha sido una lectora empedernida, no como los que devoran libros como quien se toma un bocadillo de jamón del bueno, sino de los que son capaces de paladearlos, los degustan, los catan, los saborean, de esos lectores que son capaces de leer y releer hasta casi aprenderse una frase o un texto que les llama la atención.
Los últimos años antes de jubilarse, entregada a su trabajo y a su familia apenas podía leer, porque sólo lo hacía de noche, en la cama, al acabar todas las tareas y se quedaba dormida con las gafas retorcidas entre la nariz y la boca y el libro se le resbalaba de las manos y caía al suelo desplegando por la habitación los tesoros de sus páginas.
Pero cuando dejó de trabajar, se desmelenó. Lo hizo literalmente, pues dejó de recogerse el pelo en una coleta o en un moño como era habitual en ella y literariamente, porque empleó todo su tiempo libre en la lectura.
Y se apuntó a una Tertulia Literaria.
Yo conozco a Miren porque es amiga de una amiga mía y nunca me hubiera podido imaginar los sucesivos y drásticos cambios que se han ido produciendo en su persona y en su vida a lo largo de estos últimos meses. Al comienzo del otoño se la vió paseando a un vecino en silla de ruedas. Se ofreció a ello de forma voluntaria, ante la sorpresa de su familia y de la del vecino.
Le paseaba por barrios periféricos de la ciudad, y le gustaba observar edificios ruinosos con desconchados en la fachada o se acercaba a los muelles de la ría, Su elegancia discreta se convirtió en un estilo descuidado, con pantalones viejos que ya sólo se ponía en casa e incluso llegó a colocarse una deslustrada americana de su marido. Y le dio por cocinar unos guisos sin sentido, mezclando ingredientes imposibles, diciendo que eran platos tradicionales cubanos y que estaban de moda.
Esta nueva costumbre le duró más o menos un mes y al poco cambió radicalmente de actitud.
Adoptó un aire nostálgico y soñador, se abanicaba a todas horas diciendo que hacía muchísimo calor. A su memoria afloró la imagen de un compañero del Instituto que al parecer estaba perdidamente enamorado de ella y al que había rechazado de forma desdeñosa ¿Qué habría sido de él?.
Comenzó a llamar a sus amigas por si le recordaban ¿cómo se llamaba aquel chico delgaducho y algo encorvado, Florencio, Florentino quizá? Y su apellido ¿Areilza,Ariza?
Dejó de pasear al vecino en silla de ruedas sin una explicación creíble y cambió su atuendo por ropajes negros y largos.
Su marido, ante estos cambios tan radicales, pensó que se trataba de una falta de adaptación a sus horas vacías y decidió esperar un tiempo. Pero un día se fijó en los libros que tenia encima de la mesita de noche. Uno era “Máscaras” de Leonardo Padura y el otro, el que por la marca se veía que lo estaba leyendo entonces, “El amor en los tiempos del cólera” de García Márquez y empezó a atar cabos. Miren no sólo leía sino que “vivía” los libros. Al vecino en silla de ruedas lo aprovechó como si fuera Candito el Rojo y la americana vieja que le robó, fue en un intento de ser el Inspector Mario Conde.
Empezó a preocuparse, por si le daba por querer hacer un viaje fluvial pero vió que le faltaba poco para acabar esta novela.
¿Cuál sería la siguiente? Pues afortunadamente, la siguiente novela vino muy bien, porque era Diciembre, esa época en la que uno se reúne tanto con amigos y familiares. Lo malo fue que Miren decidió hacer las fiestas en su casa ¡Todas!. Y se paseaba por la ciudad con un sombrero de ala ancha, abrigo hasta los tobillos, comprando dulces, flores y delicatessen , atravesando el parque, escuchando el canto de los pajarillos, acercándose al estanque para sentir el rumor del agua como si fuese el fluir de sus sentimientos, decorando la casa y la mesa para sus recepciones. Pero en las cenas sólo había picoteo, champan y dulces, porque se olvidaba de cocinar y no se percataba de que no tenía servicio como lo tenía Clarissa Dalloway. Por cierto, a aquel otro chico del instituto de ojos claros, Pedro, le vio uno de aquellos días y estuvo a punto de invitarle a cenar…
Pasó Diciembre, pasó Virginia Woolf y con los fríos llego “Miau” de Pérez Galdós. Jose, su marido, estaba en tensión constante, no le quitaba ojo de encima. Ella quiso ir a Madrid, pero él le hizo desistir de ese empeño alegando la tormenta de nieve que estaba anunciada y amenazas de huelga del personal del Aeropuerto.
Mi amiga, que era amiga de Miren, me contó que pasaba el tiempo haciendo solicitudes en todas las administraciones posibles y poniendo quejas del mal trato que había recibido por parte de los funcionarios.
Fue una época en la que frecuentó mucho el Teatro y la Ópera.
Luego vino la inmersión absoluta y tenaz en los tiempos perdidos de su memoria y del mundo entero. Sentía, eso me lo contó ella misma, que estaba traspasando un túnel que la transportaba a una época maravillosa. Evidentemente, estaba leyendo a Proust
Desayunaba magdalenas, comía magdalenas, merendaba magdalenas y no cenaba, porque tenia que acostarse temprano esperando que alguien fuese a darle un beso de buenas noches. Fue unos días al pueblo donde pasaba los veranos cuando era niña y recordaba a los amigos de sus padres, en especial a un tal Sr Suárez y a su hija, que en algún tiempo fue compañera suya de juegos.
Se apuntó a todas las inauguraciones, cocktails y cenas que pudo, en especial si tenían música, porque estaba empeñada en escuchar una y otra vez una sonata que le parecía la máxima expresión de la belleza. Y cuando caminaba por la calle, lo hacía de forma arrogante y con un toque que quizá hubiera podido ser sensual, a lo Odette de Crézy, si no es porque ella realmente era Miren y aunque iba muy maquillada y con escotes profusos, era como cuando la mona que se viste de seda….
Y después se metió en la cama, para no salir prácticamente en un mes.
Ya no estaba en los tiempos perdidos. Ya era Proust. Total y absolutamente Proust. Le dieron unos terribles accesos de fatiga, tenía agotado el cuerpo y el ánimo. Los médicos no le encontraron nada. Sus pulmones ventilaban a la perfección.
Pero no podía salir de la cama. Una fuerza superior se lo impedía. Apenas comía más que uno o dos croissants al día y su ocupación era escribir. Escribía sin parar y sin que se pudiese descifrar lo que escribía. Escribía por las dos caras, en los márgenes, en cualquier papel, incluso en una servilleta que apareciese delante de ella.
Jose vio con horror que “Mr Proust” de Celeste Albaret, tenía 413 páginas.
Le parecía que no iba a acabarse nunca.
Pero esta etapa vio su fin en Mayo, cuando los árboles están en arrebolada floración, cuando la luz se desparrama por el suelo y coloca a nuestros pies una alfombra de oro.
Y Miren salió de la cama, abrió las ventanas de par en par, aspiró el aire espeso de polen sin que le diese ninguna reacción adversa…… Y salió a la calle pensando que ya era hora de preocuparse por los demás, que hay muchas personas que sufren, que tienen grandes problemas. Ella los solucionaría, uno tras otro, aunque le fuese la vida en ello
¡Mirenquijota al ataque, dispuesta a desfacer entuertos!
Ayer vi a Miren en el parque. Iba subida en un patinete, que manejaba con furia, enarbolando en la mano lo que creo que era el mango de una escoba.
Corría detrás de un grupo de perros aterrorizados gritándoles:
- ¡Voto a tal, malandrines ¡!!!
Detrás de los perros y de Miren en patinete con el mango de la escoba en la mano, corrían los dueños de los perros vociferando tal serie de improperios que prefiero callarme
No sé en qué acabaría todo. Ahora mismo estoy escuchando la radio por si dicen algo en las noticias locales.
¡Menos mal que parece que la lectura previene el Alzheimer!