Lo único bueno que tienen las fronteras son los pasos clandestinos...por ahí vagan las ideas, por ahí pasan, se van y vuelven; y también es cierto que hay fronteras que mantienen a los pobres apartados del pastel que la vida misma significa.
Cuando la realidad inteligente nos recuerdan los años que hemos pasado descubrimos, de repente, que los ojos cuando se vuelven cansados se tatúan de deseos y ya para entonces nuestros pasos son y se han vuelto lentos y cuidadosos y nuestras miradas se pierden intentando atrapar lo que ya sabemos que no nos pertenece.
Entre el zorro y el trampero a veces solo habían unos instantes, cortos, de íntima compasión, de cercana intimidad previa al momento fatal antes de golpe certero: para uno la vida había llegado hasta allí, hasta ese justo momento; para el otro ésta era un instante más del presente. Luego se hacía el silencio de costumbre, la oscuridad bajaba por la ladera de las montañas y los pensamientos se esfumaban por delante mismo de sus propios pasos.
Ya es tarde cuando comprendemos que deberíamos haber aprendido qué valor tiene el dolor en nuestro propio cuerpo, él es el único que no nos miente, el que mejor nos conoce, nos habla y entiende aunque nos deja a nosotros la última palabra, la última decisión. Nunca nos traiciona y sí nos advierte acerca de qué camino tomar.
Los pintores, como los escritores, padecen la misma enfermedad y que la más de las veces tratan de sanar en la más absoluta e íntima soledad. Los pintores querrían siempre dibujar las heridas invisibles de la existencia misma escondida en nuestras almas. A los escritores nos gustaría sobrevivir a todas las circunstancias para que la palabra no muera nunca.
Lázaro.