Estoy lo más bien apegado
a esta mi vieja carcasa,
quizá por costumbre
o quizá por amor.
En realidad, la costumbre
es un amor dilatado en el tiempo
y por su parte el amor
es el comienzo de una costumbre.
Mi carcasa es muy bien digna
de un amor prolongado,
estirado hasta su límite,
y casi desmemoriado.
Esta mi vieja carcasa
me ha sido fiel de por vida,
hasta ahora no me ha engañado
aunque yo lo merecería.
Me le quedo pegado pues
por gratidud y también porque
no puedo prescindir de ella.
Es raro cómo interactuamos.
La observo y la controlo,
no le quito la vista de encima
por el miedo de que, de golpe,
pueda cabrearse y me deje.
Sería de veras muy triste
encontrarme de pronto a oscuras,
perder la memoria de todo,
dejado fuera del mundo.
Puedo solo imaginar
lo que me acontecería.
Mi carcasa rodeada
por amigos y parientes
incrédulos pero conscientes
de que una comunión se ha acabado,
de que llegó la que disuelve
los amores más tenaces.
En este momento observo
la agilidad de su mano
mientras escribe estas letras
con la pluma entre los dedos,
y como siempre me asombra
esa amalgama de físico
y de inmaterial, de simbólico
que se realiza en sus gestos.
Ella también me considera,
supongo yo, con sus ojos,
córnea, niña, cristalino,
iris, retina, nervio óptico
directamente enlazado
con el cerebro donde yo
se supone que me encuentre
en mi cabina de mando.
Ella también quizá me observe
mientras la miro en el espejo;
se estará haciendo preguntas,
quizá cuáles, acerca de mí,
como yo me planteo problemas
sobre la presencia y la esencia
de esta carcasa a cuyo destino
estoy irremediablemente atado.