Noche de luna llena,
clara noche argentina e inmaculada,
hoy te quiero cantar una canción
de los lejanos ecos de mi infancia.
Noche, clara noche de luna llena,
escucha los suspiros de mi alma,
que a la mar enojada los arroja
plena de furia y rabia.
Noche que mi aciago espíritu serenas,
mar que agitas las plateadas aguas,
hoy vengo a confesaros
mis penas más amargas:
hace ya mucho tiempo que dejé
los prados esmeralda
por donde transcurrieron jubilosos
los dorados años de mi infancia
y los rubios y cárdenos alcores
de arracimadas urces y retamas,
que en los templados días de mayo
ornaban las montañas
y llenaban de melosos aromas
las alegres y apacibles mañanas;
el diáfano espejo del cantor río
que las veloces arcoíris rasgaban
en aladas carreras
bajo el cristal azul de lisa plata;
los revoloteos de las libélulas
entre verdes juncos y grises ramas,
con los vivos colores
de sus sutiles alas,
esbeltas danzarinas
en líquido escenario semejaban;
las estivales siestas
de oro derretido e ígnea flama
que convidaban a los rapazuelos
a zambullirse en las frescas aguas...
En un lejano otoño
todo se truncó un día aciago y malva,
que conmutó mi sino
sacándome de mi pequeña patria
para llevarme a lejanos confines
de aflicción y nostalgia,
donde ya no habitó jamás la alegría
en el seno de mi alma.
Desde entonces vivo en el recuerdo
las vivencias de mi niñez lejana,
que en el curso de mi agitada vida
nadie ha podido jamás borrarlas
y ahora, en el pórtico de mi vejez,
una y otra vez a mi corazón llaman.
Pero ya no es el tiempo
de tornar atrás a recuperarlas,
que se quedaron en la dormida aldea,
allá donde canta el ruiseñor
y le contesta la alondra parda,
donde se marchitan y ahogan las penas
y nace la esperanza,
en aquel remoto lugar perdido
en la brumosa niebla de mi infancia.