Las horas dejan de ser
en el voluptuoso temblor de tus caderas
y tú, estoica, irreverente, circular
como un paraje lejano
anidas del otro lado de mis fantasías,
vas de un extremo al otro,
en el zigzagueo pendular mis salientes.
Mientras,
los segundos se disuelven
en un mundo surrealista,
raro,
muy raro,
donde existes
en los algoritmos de mi mente.
El tiempo hierve
en la efímera eternidad
de mis manos
y casi me olvido
por un instante de tus detalles,
fruta
y anatema
y conjuro.
Pero la muerte es un gris silencio,
inexpugnable, de lejanas nieves,
grabadas en el opaco y amarillento cuadro
de un desollado poema olvidado.
Y de un clavo como testigo
cuelgan los desechos
de un amor de invierno.
En el oscuro sortilegio de tu ausencia
le hablo a la noche en tu nombre.
Siento el devastador miedo
que en el espectáculo ocular de tu cuerpo
te extravíes entre las hendiduras
de mis turbulentos insomnios,
donde gimen tus misterios.
Y no vuelvas a ser lo que solías
y perdure tu silueta
al borde de un crepúsculo.
Y solo vivas en la memoria,
como una sombra.
Aunque la distancia ya no importe.