Mi padre era un viejo tirano que me obligaba a comer las hebras de los pájaros más suntuosos, después de despojarlos de su plumaje y reducirlos a pobres criaturitas frágiles y de piel gris y arrugada. Me obligaba a triturar hasta los huesitos livianos como el aire de los inquietos colibríes de ojos de esmeralda, a devorar las dulces mollejas de los mansas y tristes terneras y la carnes ya trabajosas de sus madres muertas de nostalgia. Me obligaba a hacer todo esto contra mi voluntad.
Sí, por mucho tiempo he sido un ser falto de voluntad propia, y ahora (¡ahora que es demasiado tarde!) me da mucha pena haber obedecido ciegamente a ese dueño absoluto, aunque en el fondo yo siempre haya guardado una imposible rebelión.
Mi padre pretendía hacer de mí un hombre digno de nuestra raza de inflexibles carnívoros, preparándome cuidadosamente a la lucha por la supervivencia, y yo tuve que esperar que él se muriera para empezar a liberarme de sus prejuicios y de sus costumbres alimenticias.
Lo recuerdo rígido en su ataúd, las cuencas hundidas en la cara devastada, la quijada cerrada con un pañuelo anudado encima del cráneo.
Ya no sé por qué él se me impuso tan implacablemente, probablemente presumiendo que su destino fuera el de un inmortal. Ahora que soy más viejo de lo que llegó a serlo él, he entendido cuánto esa presunción fuera ridícula. De él no ha quedado en este mundo otro rastro sino el rencor que siento crecer dentro de mí cada día más: un nudo de rencor que aún (¿hasta cuándo?) lo mantiene vivo y me tiene amarrado a su persona.