andrea barbaranelli

Fronteras

Llevas ya tantos años

de muerto que podrías volver

aquí de donde te fuiste,

a este país que al fin

y al cabo es el tuyo, es tu tierra,

a esta ciudad donde naciste,

te criaste y tuviste una mujer

una casa, una familia y un trabajo.

Te lo digo casi en broma,

pero, ¿por qué no?, ¿por qué no pensarlo?

¿por qué no decirlo? Como se muere

se podría también renacer,

despertarse una mañana

como si nada y retomar

las costumbres de siempre, el trabajo,

la parada al quiosco de diarios,

el café a la barra, cambiando

dos palabras con el camarero

sobre el último partido de fútbol.

Hay cantidades de historias

de todos los pueblos y los siglos

en los que se cuenta de personas

que volvieron desde el más allá

como se vuelve de un sueño

durado cientos de años.

Pero ¿dónde? ¿Y cómo?, pregunto

y me preocupo al pensar

que tú puedas presentarte

una mañana de estas

a la puerta de mi casa

para que vayamos juntos

al trabajo, como un tiempo.

Pero ¿Cómo?, me pregunto.

Eso sí sería imposible,

de una imposibilidad sin remedio.

Hasta los más fieles discípulos

de Jesús no aceptaron

así no más que había vuelto

de la muerte con su cuerpo.

Al comienzo fue una cosa

más bien de mujeres fanáticas

como a veces son las mujeres.

Y tú además nunca fuiste Jesús

ni hablaste de resurrección

ni de cosas parecidas.

Aquí no hay tiempo ni lugar

para aparecidos y espíritus.

Pero tú estás aquí con tu cuerpo

y se te nota un asomo

de barriga que no tenías

la última vez que te vi.

Estás con tu cuerpo que quiere

ocupar su puesto y sentarse

o caminar por la acera

bien plantado y sin permitir

que los demás lo atropellen.

¿Tu cuerpo? No puedo creerlo.

Ya no habría siquiera un lugar

para tu cuerpo. Te encontrarías

caído en la ilegalidad,

un clandestino, o peor.

Tu casa ya no sería tu casa.

Tus herederos la vendieron

ya hace años, después

de vaciarla totalmente,

a alguien que ni te conocía

y nunca oyó hablar de ti.

No puedes presentarte a su puerta,

tocar el timbre y pensar que te abran.

No tendrías siquiera el derecho

de ocupar un rinconcito

de acera, para dormir,

como los sin techo, de noche,

sobre un cartón de embalaje.

En seguida los policías

te pedirían certificados

de identidad, de existencia en vida,

número de identificación fiscal,

seguros de salud y de vida.

¿De cuál país eres ahora

ciudadano? Te lo pregunto

y tú no sabes responderme.

Me miras y no me entiendes.

Me miras, abriendo los ojos

de par en par, extrañado

por lo que te estoy preguntando.

No era esto lo que pensábamos

cuando vivíamos los dos

y todo era muy sencillo

sin problemas ni tropiezos.

Pero ahora ya tú no eres

un hombre como los demás,

un ciudadano, un vecino, con todos

los derechos y los deberes

que tal condición comporta.

No puedes ir caminando

por las calles como cualquiera,

ni siquiera puedes entrar

a rezar en una iglesia.

Te sacarían a la carrera

como a un endemoniado.

En fin, lo mejor es que vuelvas

al barrio de donde has venido,

ese barrio silencioso

con senderos y encrucijadas

que llevan a mausoleos

o a pequeños monumentos

o a grandes colmenas de mármol

donde todos están apretados

peor que en sus apartamentos

de cuando vivían en la ciudad.

¿Te das cuenta de que no estamos

ya en condiciones de hablarnos

los dos, igual que si fuéramos

dos extranjeros hablando

dos lenguas desconocidas?

Es como si hubieras cruzado

una frontera prohibida.

Nuestra antigua intimidad,

nuestra amistad que duraba

desde la infancia ha cedido

a las nuevas leyes vigentes,

nuestra hermandad se fue al traste

y ya no nos reconocemos

ni nos tenemos confianza

aunque nos juramos que siempre

nos seguiríamos queriendo

como siempre nos quisimos.