Llevas ya tantos años
de muerto que podrías volver
aquí de donde te fuiste,
a este país que al fin
y al cabo es el tuyo, es tu tierra,
a esta ciudad donde naciste,
te criaste y tuviste una mujer
una casa, una familia y un trabajo.
Te lo digo casi en broma,
pero, ¿por qué no?, ¿por qué no pensarlo?
¿por qué no decirlo? Como se muere
se podría también renacer,
despertarse una mañana
como si nada y retomar
las costumbres de siempre, el trabajo,
la parada al quiosco de diarios,
el café a la barra, cambiando
dos palabras con el camarero
sobre el último partido de fútbol.
Hay cantidades de historias
de todos los pueblos y los siglos
en los que se cuenta de personas
que volvieron desde el más allá
como se vuelve de un sueño
durado cientos de años.
Pero ¿dónde? ¿Y cómo?, pregunto
y me preocupo al pensar
que tú puedas presentarte
una mañana de estas
a la puerta de mi casa
para que vayamos juntos
al trabajo, como un tiempo.
Pero ¿Cómo?, me pregunto.
Eso sí sería imposible,
de una imposibilidad sin remedio.
Hasta los más fieles discípulos
de Jesús no aceptaron
así no más que había vuelto
de la muerte con su cuerpo.
Al comienzo fue una cosa
más bien de mujeres fanáticas
como a veces son las mujeres.
Y tú además nunca fuiste Jesús
ni hablaste de resurrección
ni de cosas parecidas.
Aquí no hay tiempo ni lugar
para aparecidos y espíritus.
Pero tú estás aquí con tu cuerpo
y se te nota un asomo
de barriga que no tenías
la última vez que te vi.
Estás con tu cuerpo que quiere
ocupar su puesto y sentarse
o caminar por la acera
bien plantado y sin permitir
que los demás lo atropellen.
¿Tu cuerpo? No puedo creerlo.
Ya no habría siquiera un lugar
para tu cuerpo. Te encontrarías
caído en la ilegalidad,
un clandestino, o peor.
Tu casa ya no sería tu casa.
Tus herederos la vendieron
ya hace años, después
de vaciarla totalmente,
a alguien que ni te conocía
y nunca oyó hablar de ti.
No puedes presentarte a su puerta,
tocar el timbre y pensar que te abran.
No tendrías siquiera el derecho
de ocupar un rinconcito
de acera, para dormir,
como los sin techo, de noche,
sobre un cartón de embalaje.
En seguida los policías
te pedirían certificados
de identidad, de existencia en vida,
número de identificación fiscal,
seguros de salud y de vida.
¿De cuál país eres ahora
ciudadano? Te lo pregunto
y tú no sabes responderme.
Me miras y no me entiendes.
Me miras, abriendo los ojos
de par en par, extrañado
por lo que te estoy preguntando.
No era esto lo que pensábamos
cuando vivíamos los dos
y todo era muy sencillo
sin problemas ni tropiezos.
Pero ahora ya tú no eres
un hombre como los demás,
un ciudadano, un vecino, con todos
los derechos y los deberes
que tal condición comporta.
No puedes ir caminando
por las calles como cualquiera,
ni siquiera puedes entrar
a rezar en una iglesia.
Te sacarían a la carrera
como a un endemoniado.
En fin, lo mejor es que vuelvas
al barrio de donde has venido,
ese barrio silencioso
con senderos y encrucijadas
que llevan a mausoleos
o a pequeños monumentos
o a grandes colmenas de mármol
donde todos están apretados
peor que en sus apartamentos
de cuando vivían en la ciudad.
¿Te das cuenta de que no estamos
ya en condiciones de hablarnos
los dos, igual que si fuéramos
dos extranjeros hablando
dos lenguas desconocidas?
Es como si hubieras cruzado
una frontera prohibida.
Nuestra antigua intimidad,
nuestra amistad que duraba
desde la infancia ha cedido
a las nuevas leyes vigentes,
nuestra hermandad se fue al traste
y ya no nos reconocemos
ni nos tenemos confianza
aunque nos juramos que siempre
nos seguiríamos queriendo
como siempre nos quisimos.