En invierno, por lo general,
no hay mucho por hacer:
afuera llueve
y hasta las flores más infames
visten, protegidas, su elegante manto gris.
¡Qué bueno es volver
de estar febril!,
y recuperar el tiempo
y las esperanzas
y la sensación
y la consciencia,
de poder seguir de pie
sobre esta altruista esfera.
Es como si remontara de pronto
a una era pasada,
y los animales regresaran a sus guaridas
y nosotros a nuestras jaulas,
a esperar otra vez el verano
y empezar de nuevo,
el encuentro sanguinario.
Mientras tanto,
siento
que con total tranquilidad,
puedo observar feliz,
toda la estación pasar.
Me preocupo un poco más por los detalles
y vuelvo al escritorio,
a seguir conociendo adjetivos
y verdades.
Es como tenerse pleno,
como un encierro espiritual.
Cuando en verano
solía salir casi siempre
y deliraba por calles,
ardía con el sol
al lado de un triste atardecer,
y con la penumbra levantada,
veía las luces dar vuelta
con circunferencias coloridas.
No dormía casi nada,
me despertaba todo el tiempo
y recorría patibulario
las calles de pueblo libre.
¿Qué es, sino una evidencia,
que con el clima
con el que la gente se tapa,
yo haya destapado
los asuntos que tenía que observar?
Y haya salido
de las brasas del infierno,
de ese sol eterno,
que con la larga exposición
el barco de alma se queda anclado,
sin capitán.
La temperatura empieza entonces
a descender,
y yo también desciendo a mi estado natural.