La noche se vino encima
cuajada de amor y besos
tendida sobre la estepa
yo me bebía su aliento.
Palpitando sus entrañas
al compás de sus anhelos
mis manos de forma inquieta
acariciaban su pelo
que sedoso y muy brillante
se escapaba por mis dedos.
Su mirada reflejaba
un cúmulo de deseos
que despertaron candentes
mis mas ardientes ensueños.
Aquella noche de junio
el cielo estaba sereno
las luciérnagas brillaban
sirviendo de pebetero.
El viento siempre tan fuerte
se convirtió en suave céfiro
como queriendo ser cómplice
de aquel hermoso momento
que nacía desbocado
de pasión el gran destello
de dos pequeños amantes
poseídos de embelesos
por hacer brotar la flama
que llevaban en sus pechos
haciendo arder las arterias
en sus dos jóvenes cuerpos.
Su cutis de porcelana
parecía hecho de pétalos
y dos copas del olimpo
eran sus mórbidos senos
en los cuales yo sacié
mis delirios de mozuelo
con la bendita ilusión
de los amores primeros.
¡Esa noche descubrí
del mundo el fulgor mas bello
al sentir tan palpitantes
aquellos rojos cerezos
que dibujaban su boca
que suspiraba en silencio
sintiendo mi llama ardiente
que recorría su cuerpo
de los pies a la cabeza
en un éxtasis soberbio!
Cuando llegó la mañana
miré surcaban el cielo
rebosantes de alegría
dos amorosos jilgueros
que llevaban en sus trinos
el canto de amor perfecto
que vibra por vez primera
perfumado con incienso.
¡Eran nuestros corazones
que levantaron su vuelo
después de vivir la dicha
de las pasiones sin dueños,
que llenaron nuestras almas
con notas de violoncelos
tañendo con su armonía
arpegios de luz y fuego
que brotaban de sus cuerdas
como brisa en el estero.
Autor: Aníbal Rodríguez.