Como aquella mujer amante de las letras y disfrazada en sus hábitos que la constriñeron a la censura y al castigo, inherentes a la desventura que traen consigo las mentes más resplandecientes y desajustadas. Vivo en el claustro exigido de mi avidez. En la lejanía de las procacidades del mundo. En la reclusión fina de los libros que son además mi consuelo y mis ojos. En el deber del Dios Oméotl que converge la dualidad binaria.
Observo el mundo desde un rincón gris aperlado, desde el suelo en donde todo me parece distante, desconocido o quizás indiferente. Revisto el color negro para negar mi cuerpo, para vivir un luto permanente que atisba la comisura del fin de los tiempos, la ruina de la existencia.
Pero esta clausura no me cercena de las inteligencias de la vida. Me vigoriza el latir de las ideas, me exalta el hambre por el conocimiento y me asombra la anchura de la vida. Paradójicamente es la condición en la que me encuentro, que a través del confinamiento contemplo la posibilidad de ver al mundo con más claridad.