Había una luna inmensa, decían que el rojiza con el que se conjuga era hermoso, yo de reojo la vi resplandecer, a su alredor circulaba un vapor casi perfecto, sin en embargo no llamo mayor atención en mí.
Había una estrella extensa, escuché de cerca decir que su nombre era Sión, la observe en un lapso de un segundo, pero tanta luminosidad no jugo algo a mí.
Sin embargo, al fondo del cielo, en la perspectiva en que miraba, resplandecía en pequeña esfera una miniatura estrella, pequeño punto gris.
Tan insiginifacte en el universo tal cual es una partícula de arena en un mar que la arrastra, recorre y regresa.
Pude fijarme en esa luna, en Sión, o en cualquier otro punto cardinal cual su brillo ¡gritara fíjate en mí!.
En esa luna bella, pude, porque tengo ojos, ojos que aprecian y ven cosas, pero no movió mayor admiración en mi, y mientras todos la fotografiaban, porque dicen que ese día vestía con un vestido amarillo delicado que tiraba a naranja, haciendo tal cual la palabra lo describe, lo más admirable, yo..., yo, si, claramente yo, la que se ve al espejo con duda, yo, no siguiendo manadas me fije en aquella, aquella que era más nada que estrella, a quien le dedico este poema, pensamiento o desahogo.
Nunca sabré su nombre, estación u orbita, pero en medio de millones fue a ella a quien vi, por que en mi estado, no lo sé, si melancólico, triste, absurdo y emblemado en soledad, yo me sentí ella: diminuta, poco aparente e incomprendida en este mundo poco comprensible.
Y se, lo se bien, las estrellas normales no cambian, las estrellas diminutas tampoco lo hacen, y yo, qué pasará conmigo...