Dos líneas corren juntas,
en el fondo de mi pecho:
la batahola de navíos hundidos,
y los amigos muertos
sobre mástiles doblegados
por manchas de sardina.
La furia de la arenilla,
el agua turbia remolina
las patas de rana
con que nado
suspendida al barco
-no hay tierra, la tierra la perdí
en el 1992 cuando zarpé
en la fragancia de Francia-
Decían que la primavera en Europa
transforma en inmoral.
Mi cara bajo el azote de algas,
cortada por el filamento de medusas
filtra oxígeno en la impureza,
se hunde en el fango de desperdicios.
En ese pantano profundo del mar
arranco el pasto,
podría dejar de respirar
podría recoger reliquias,
la pieza que ha perdido figura,
la droga de inmensidad.
Podría cortar el tubo de oxígeno
azularme en el descenso,
jamás remontar.
Tengo experiencia
en praderas acuáticas
la cadera de mi madre
procreaba fina tela de seda
para que aumentara mi vanidad:
ojo, pelo, dedos, nariz, boca,
sexo, espantosa raja
con un hueco de hembra
que nacerá al amanecer.
Podéis decirlo, no me ahogué,
pero no soporto más.
Me he ido arrancando postillas,
debilité el hilo de los siglos
como un pez de escama solar
asciendo a la luz,
y ya ven, otro aniversario,
otro texto, otro segundo de
mal respirar cruje
como papel de arroz.
Un punto inexacto en medio
de la latitud cero
junto a una plaga de desertores,
expuestos en un museo
de cigüeñas disecadas
sobre ilegibles nidos de cemento.
Continente de mojones
con dirección equivocada,
en medio de la nada.
de El centeno que corta el aire, Betania, Madrid, 2013