Letras ensangrentadas lloviendo deformadas sobre si mismas siendo transportadas por las manos a un desgastado papel agujereado, los surcos son los surcos y nuestro abismo lo que sea que se le ocurra ser, todos tan santos como demonios. Me recargo en la almohada ya despegada de mi ser y doy un respingo, las gotas rojas en mis lanzados dados gritan por sol y por luna al tiempo que giran por escaleras erigidas sobre un enorme desierto. Algunos seres de púas afiladas en su cuerpo, similares a hombres cactus o mutaciones de puercoespines, me hablan desde las sombras de este sitio. Cactusos eres -me gritan desde sus rocas-. Cactuses somos. En sus ojos se proyecta mi reflejo que corre intentando cubrirse en algún cruce, algún vaso, alguna estancia, algún humo, algún velo, alguna prudencia. Mi cuerpo es de aire y trato de andar sin ningún viento que me ayude. Bajo una mesa alzada sobre una roca encuentro un cúmulo de letras en desorden esparcidas por toda la abultada superficie, polvo, trapos sucios y un ataúd. Me recargo sobre este último, lo contemplo curiosamente por un momento, hasta que, tras sentir mi mano encima suyo, empieza a hablarme en un lenguaje incomprensible y sus dedos como ramas nacidas de dos árboles secos me toman de los brazos, me alzan y sacuden; de mis oídos nacen hojas, de mis ojos lluvias, mientras sonidos de órganos suenan en estancias lejanas. Inmóvil quedo suspendido entre sus ramas, hasta que, tras un espacio de inútiles esfuerzos por librarme de aquel aturdimiento, nubes se adhieren a mi cuerpo y me llevan lejos del sitio. Miro ahora desde lo alto una carretera infinita, desde ella me observan ojos dentro de bocas, que con cada palabra cambian su color. Manos a mis costados flotando por los cielos me ofrecen imperiosos anuncios poblados de simbolismos, los rechazó a todos; me rechazan igualmente. Las nubes prosiguen su camino hasta caer en los ríos como enormes serpientes huyendo del mundo, voy con ellos sin oponer resistencia a donde desean conducirme y termino siendo arrastrado hasta un espacio ausento de puertas y conflictos, he sido desplazado a algo semejante al escondite buscado; tan lleno de luz como de sombra, y me es inevitable el cuestionar el porqué de todo aquel vaivén, este ir y venir con tan extravagantes peripecias, y tan, aunque grato, escandaloso sitio para acabar. Lo pregunto por preguntar solamente, sin esperar respuesta alguna, aunque queriendo ansiosamente obtenerla. Lanzo pues el cuestionamiento al aire y me estremezco ante mi pequeñez y la de las enormes cosas sagradas; como larva me retuerzo sobre enormes cortinas opacas y por un momento creo saber que venía a hacer por estos mantos.