Tenía diez años
y ya me dolían las piernas,
las escuetas sangrías destinadas
a empequeñecer la enfermedad
y detener la fiebre. Eran miradas
de observadores inquietantes, de conversadores
minúsculos, que fabricaban venenos
con paciencia, contenedores de óxido
en las venas, aquellas que veían
mi nacimiento escaso. Tenía casi veinte años,
y la mirada en paz, turbia, la frente,
marchitada, los besos partidos, los labios
tan pálidos como una exangüe sanguijuela.
Oh besos! Tan oscuros y diezmados hoy!
La vida era un beso y un pasadizo lleno
de incrementos y de túneles y de huesos
que guardaban polvo y azules tenaces.
Besos en las palmas, en los dedos, en los
tentáculos inciertos, la gama policroma
de anocheceres que titubeaban entre girasoles
de bruma.
¡Cómo me calmaban tus besos!
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