andrea barbaranelli

Sin testigos

 

Yo no estaba y tampoco tú.

Lo hicieron todo entre los dos,

en ausencia de testigos.

¿Por qué teníamos que estar allí?

No me vengan con cuentos: no estábamos

ni teníamos interés en estar. El mundo es ancho

y lleno de misterios y secretos.

No es necesario conocerlo todo.

Y aún menos cuando se trata de dos

que saben lo que quieren y no precisan de la ayuda de nadie.

Estábamos, con toda probabilidad, dando un paseo por otros lados.

Las historias que contamos

son pequeños fragmentos rescatados

de naufragios en mares de tinieblas,

pecios sin otro valor que su rareza,

su improbabilidad de que se los pueda utilizar

como los utilizaban los que los perdieron,

los viejos marineros de los barcos fantasma.

Cada uno de los dos pudo

inventar lo que quiso

si no había quien estuviera observando

para luego presentar un informe.

Por supuesto no escapé para darte la noticia,

porque la pura verdad es que no estaba

y por tanto no debí escapar,

ni salió a flote

el ataúd calafateado para que no me ahogara

en la superficie arremolinada del océano.

Estaban solo ellos dos

o, a lo mejor, estaba Dios

quien siempre está presente, aunque invisible,

pero es un testigo fiable

por lo que se refiere a las intimidades

que nadie más que él tiene la posibilidad de rastrear.

Ahora sería interesante

comparar las versiones de los hechos

referidas por cada uno de los dos

con la del testigo divino e imparcial

en caso de que se le ocurriera

intervenir, como cuentan que hizo en otras oportunidades,

en un episodio así de nimio

cual es un asunto entre dos criaturas transitorias,

dos criaturas destinadas al olvido definitivo,

dos criaturas, mejor dicho, ya olvidadas y perdidas,

y hacer brillar sus nombres, por solo un instante,

como un chispazo en medio de una tempestad eléctrica.