«Pasaban horas de la tarde y las nubes estaban altas y grises cuando comenzó el sonoro espectáculo de pequeñas gotas de agua que marchaban de arriba hacia abajo. Impactando en el asfalto. Iban cantando, desfilando, deslizándose en grupos formando un charco, dividiéndose y muriendo, y era fantástico. Millones y millones gotas de agua tras largas horas. Haciendo una portentosa orquesta con los relámpagos en el cielo dando órdenes, siendo maravillosamente fuertes y claras, después fueron lo más sutiles y delicadas que se podía escuchar.
Y ahí estaba yo en la acera como un espectador. Nadie lo notaba. La multitud pasaba de un lugar a otro y no veían nada de lo que estaba sucediendo. Se cubrían con paraguas, sombreros finos y abrigos de terciopelo como si fueran la gran cosa, como si un milagro no fuera digno de ser visto y atendido.
Todos eran imbéciles, excepto yo. Erguía los hombros y la cabeza por encima de todos.
Un hombre superior e invencible.
Los creadores lo notaron,
y la lluvia me rendía reverencia hasta que el sol anunció el final» .